Un mundo feliz: la benéfica tiranía de la utopía
A mediados del siglo pasado, cuando en Occidente
reinaba una pueril confianza en que los avances tecnológicos mejorarían nuestra
vida, una generación de escritores, también amantes de la ciencia, pudo
plantear a través de la literatura el trasfondo de un problema que todavía
persiste: ¿y si estos avances, en lugar de darnos libertad y bienestar, nos
transforman en una sociedad deshumanizada?
Aldous Huxley escribió Un mundo feliz,
publicada en Londres en 1932, una novela distópica que nos muestra un mundo
enajenado por los avances científicos y tecnológicos y que, por eso mismo,
anticiparía el carácter del capitalismo global cuando éste apenas comenzaba a
esbozarse. Para ello, Huxley imaginó un mundo donde todas las relaciones sociales
se basan en el consumo constante y en el que el pensamiento crítico, el arte y
la familia eran erradicados por tratarse de fuentes inevitables de dolor y
sufrimiento. En Un mundo feliz la educación se tecnifica bajo la forma
de un método inductivo a través del sueño, mientras que los individuos se
entregan libremente a un sistema de placeres y trabajos predeterminados por su
casta social. De esta forma, la novela muestra una sociedad que tiene por
objetivo la estabilidad de sus miembros en una constante producción acrítica,
para lo cual, por un lado, crea una droga llamada Soma, un ansiolítico
consumido para sentirse felices y despreocupados en todo momento, mientras que
por otro, el Estado promueve un liberalismo sexual donde “todos son de todos” y
las relaciones son consumadas sin celos ni remordimientos, una suerte de
poliamor donde se puede gozar sin riesgo. Bajo este supuesto estado de
libertad, entretenimiento, satisfacción y confort, las personas se convierten
en instrumentos al servicio del engranaje social y técnico: “La rueda debe
girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que la vigilen,
hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos,
obedientes, estables en su contentamiento”.
Ahora bien, ¿qué hay de todo esto en la sociedad actual? ¿En qué punto vivimos con vistas a “un mundo feliz”? El propio Huxley, en un prólogo escrito quince años después de la publicación de su novela, afirma que un libro acerca del futuro puede interesarnos si sus profecías parecen destinadas a realizarse. Por lo tanto, si invertimos la carga de la prueba, podemos decir que si un libro acerca del futuro todavía tiene vigencia es porque logró representar la actualidad de sus lectores, es decir, el futuro del escritor. En tal caso, la idea de un mundo feliz sigue perturbándonos. ¿Quién, entre nosotros, no ha pensado en la posibilidad de dejar de luchar contra los problemas ontológicos del capitalismo global y entregarse dulcemente a la marea de consumo, confort y felicidad? ¿No es acaso la utopía capitalista idéntica a lo que planteaba Huxley? En lo personal, creo que no dudaría entre una inconciencia feliz y exitosa o una abrumadora conciencia de la realidad. El problema es que no existe tal disyuntiva.
La felicidad como imperativo
Para el filósofo contemporáneo Byung-Chun Han,
vivimos en una sociedad con un miedo generalizado al sufrimiento. La
“psicología positiva”, por lo tanto, se ocupa del bienestar erradicando los
pensamientos negativos y sometiendo el dolor a una lógica del rendir. De esta
manera, dice Han, se va formando un imperativo de felicidad que funciona como
una fórmula de dominación más efectiva que la antigua obediencia al deber, de
modo que la explotación del individuo al servicio de la producción se realiza
como una “autorrealización” del imperativo inconsciente de felicidad, mientras
que el dolor no es más que “un mal carente de sentido que hay que combatir con
analgésicos”, alejándose así de cualquier interpretación simbólica del mismo.
El problema, señala el filósofo, es que todo vínculo afectivo implica dolor,
por lo que, al evadirnos de este, también resignamos la posibilidad de entablar
relaciones. Siguiendo la lógica anterior, esto se establece de forma que el
sujeto lo acepte como su propia libertad. Así, el otro se vuelve un objeto de
consumo, lo cual deriva en un liberalismo sexual parecido al retratado por
Huxley. En definitiva, vivimos en una exigencia constante de productividad y
consumo que va creando un agotamiento silencioso y una sensación de frustración
permanente. Como la de Un mundo feliz, nuestra sociedad, hedonista e
insensible, se vuelve imposible de procesar a fuerza de un exceso de
información.
Sin embargo, el problema no es tan simple y no se
puede reducir a una cuestión de voluntad. Quien no acepta el “progreso” queda
relegado de un sistema de recompensas materiales y sociales. Así, por ejemplo,
parecería que quien no este inmerso en la lógica de las redes sociales hoy no
puede llevar adelante una actividad comercial, artística o una vida sexual con
un mínimo de éxito. Por el contrario, quien entiende y acepta lo que éstas
proponen, entregando su vida a la lógica de lo inmediato, lo superficial y
condescendiente, no solo es recompensado económicamente por las plataformas y
sus derivados publicitarios, sino que ocupa un lugar de aparente prestigio
social que incluso alcanza altas posiciones en la esfera política, artística y
científica. De esta manera, el avance técnico, con su lógica de lo calculable,
va tomando cada vez más espacio, enajenando cada vez más a la sociedad y
reduciendo al individuo a un mero instrumento. Las preguntas, sin embargo,
persisten. ¿Es realmente deseable estar por fuera de ese avance técnico? ¿Es
posible? ¿Quién no desea el éxito, aunque sea solo por una cuestión de bienestar
material? ¿Es el mundo feliz de Huxley una distopía o, por el contrario, es una
utopía a la cual aspirar? ¿Hay realmente en el objeto de esa fantasía
aspiracional un lugar de privilegio?
Lejos de gozar de su libertad, las personas que
están en posiciones de poder parecen estar más sujetas a los designios de la
maquinación técnica. En palabras de
Heidegger, están alejados de un “pensamiento meditativo” y, por lo tanto, de la
esencia del hombre, “que es un ser que reflexiona”. Es lo que comprobamos a
cada instante al ver cómo un determinado posicionamiento en el mundo a través
de las redes sociales, por ejemplo, implica aceptar sus reglas y producir
contenido constantemente, atendiendo demandas de consumidores y evitando
cualquier tipo de “negatividad” que pueda ir en desmedro de la visibilidad y
éxito de su imagen como producto. Así, nos volvemos esclavos de esa tecnología
que, en teoría, estaba destinada a servirnos para nuestro confort y felicidad.
En este sentido, muchas de las paradojas que plantea la ciencia ficción
distópica del siglo pasado parecen tener hoy más fuerza que nunca: ¿es el
avance de la tecnología un progreso inevitable en desmedro de la esencia
humana? ¿Hay tal cosa como una esencia humana que la técnica puede dañar? ¿No
será que tal esencia humana es la técnica?
El buen salvaje
El problema sigue siendo el mismo, pero parece
necesitarse una solución con mayor urgencia. La sociedad en la que vivimos está
altamente tecnificada y huir de eso resulta no solo absurdo, sino imposible. No
podemos prescindir de la tecnología y los avances científicos, pero tampoco
deseamos esa prescindencia. De hecho, basta con tener un fuerte dolor de muelas
para dar por la borda cualquier intento de volver el tiempo del salvajismo. Aun
así, la dirección en la que el mundo parece avanzar nos está hundiendo en una
crisis ambiental, económica y ontológica difícil de negar. Heidegger, ante este
problema, propone un concepto para pensar una posible salida: Gelassenheit
(“serenidad”), una suerte de conciencia, quizás teñida de cierto
romanticismo, con la que cada individuo pueda servirse de los objetos técnicos
pero manteniéndose libre de la dependencia que ellos generan. “Podemos decir
«sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no»
en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que
dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia”. Por otro lado,
dice el filósofo alemán, junto con la serenidad debe estar “la apertura al
misterio”, es decir, la actitud de apertura al sentido oculto del mundo
técnico. Estas dos facultades nos permiten residir en el mundo de un modo muy
distinto. Serenidad y apertura al misterio “no a-caecen (Zu-fälliges)
fortuitamente”, advierte Heidegger, sino que son frutos de un trabajo de
pensamiento que requiere tiempo y tranquilidad. El problema, podríamos agregar
como pensadores del tercer mundo, es que tiempo y tranquilidad no son bienes
que abunden, más si tenemos en cuenta que la mayoría de las veces van sujetos
al dinero. En consecuencia, el problema del cálculo se impone y las soluciones
individuales parecen sumergirnos todavía más en la frustración. Es difícil
entender que el problema preexistente es ontológico cuando lo que nos apremia
diariamente es lo material. Sin embargo, en este aspecto, Huxley parece tener
algo que decirnos.
El salvaje John, un joven abandonado en una
reserva, restituido al “mundo feliz” para ser estudiado, es el único que puede
preguntarse por el dolor, el arte y el amor. Sus compañeros, en cambio, si bien
pueden sentir una constante y apremiante frustración, no pueden formular sus
sentimientos, o bien se dejan arrastrar por el éxito y las posibilidades que la
propia sociedad les ofrece. Al no poder adaptarse, y perturbado por una
relación amorosa juzgada como indecente, John decide retirarse para llevar la
vida de un ermitaño. Sin embargo, pronto es descubierto por un periodista. La
sociedad, que está acostumbrada a sublimar el dolor por medio del soma, el
entretenimiento y el placer, encuentra en el salvaje que se autoflagela un
espectáculo excitante y deciden acosarlo hasta que John, resignado, se suicida.
Así, el libro deja entrever la imposibilidad de elección: por un lado, está la
insania y del otro la locura. Lo cual parece, y es, una resignación completa
sobre el “progreso” humano.
Años después de la publicación de su novela,
Huxley dijo que agregaría una nueva alternativa a su mundo futurista: una
comunidad de desterrados con una economía descentralizada y una política
kropotkiana, en la que la ciencia y la tecnología estarían al servicio del
hombre y no sería este quien debiera esclavizarse a ella. Una salida colectiva,
anarquista y utópica, digna como horizonte para no abandonarse a la fantasía
derrotista que predice una caída indefinida hacia el apocalipsis. Frente a esta
mirada, sólo quedaría sentarse y esperar la destrucción. La alternativa, en
cambio, parece estar del lado de la reflexión desinteresada y la cooperación,
así como la primacía de la estética. Por supuesto, el camino es sinuoso y
parece, efectivamente, empeorar cada día, pero añorar un pasado donde el buen
salvaje era feliz y vivía en armonía con la naturaleza no conduce a ningún
pensamiento concreto sobre nuestra realidad. No se trata de rendirse ni
excluirse, pero si no podemos dejar de ser consumidores, entonces podríamos
consumir con algún tipo de conciencia. De esta manera, tal vez encontremos un
refugio para el buen arte. Y, en ese hecho estético, parte de la esencia humana
que hace casi un siglo estamos buscando.