lunes, 12 de septiembre de 2022

 



 
Los invitados a la boda

Novia:

Nada más que rostros muertos

y detrás

nada más que profesiones muertas

tiempo muerto y morir muerto

prados muertos, campos muertos

granjas muertas, vacas muertas

cerdos muertos, arroyos muertos

y en los arroyos

peces muertos

oraciones muertas, mujeres muertas

ciudades muertas, inviernos muertos

y detrás

saberes muertos y lamentos muertos

otoño muerto y primavera muerta

la locura muerta de mi alma muerta…

Novio:

Qué muertos son ésos sin mar,

qué preguntas, qué respuestas,

qué gentes…

Qué niños son ésos sin primavera,

qué discursos son ésos sin contenido,

qué situaciones sin salida son ésas, dime

qué perros desesperados son ésos…

Qué copos de nieve son ésos sin ojos,

qué tradiciones son .ésas,

qué palabras son ésas que no consuelan,

qué frío es ése…

Qué mañanas son ésas sin cielo,

qué hombres son ésos sin mujeres,

qué mujeres son ésas sin hombres,

qué vacas son ésas sin leche,

qué iglesias son ésas sin sacerdotes…

Qué sueños son ésos sin muertos,

qué inviernos son ésos sin blanco,

qué tumbas son ésas, qué son…

qué gritos son ésos sin llantos…

A las tres de la mañana te despiertas…

enganchar de caballos,

rodar de toneles,

barren los restos del

piano destrozado…

Gruñidos de cerdo…

sueño, sueño, sueño,

reírse, toser, vomitar, reírse,

una frase que ya has oído

o leído en un libro… Cierran la puerta del

sótano,

dos caballos, siete u ocho personas,

las voces de la otra orilla…

Zell… Calibán, el posadero… Carcajadas…

Poco sitio, gritos, galopes …

pronto estará el trineo sobre el lago

helado,

pronto será sólo un trazo sobre el lago,

pronto será sólo un trazo negro en la

noche blanca…

 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Las ovejas negras. HEINRICH BÖLL

 


Es evidente que he sido designado para cuidar de que la cadena de ovejas negras de mi familia no quede interrumpida en mi generación. Uno u otro tenía que ser, y he sido yo. En un principio, nadie lo habría dicho, pero el caso es que he sido yo. Las personas sensatas de nuestra familia aseguran que el tío Otto ejerció sobre mí una mala influencia. El Tío Otto fue la oveja negra de la generación pasada, y padrino mío. Alguien tenía que ser, y fue él. Naturalmente fue elegido para apadrinarme antes de que se pusieran de manifiesto sus malas indicaciones. También a mí me eligieron para apadrinar a un niño de la familia, al cual, desde que se me considera a mí la oveja negra, mantienen cuidadosamente a distancia. En realidad, deberían estarnos agradecidos, pues una familia sin ovejas negras es una familia sin carácter.

Mi amistad con el tío Otto comenzó pronto. Venía a vernos a menudo, y nos traía siempre más dulces de los que mi padre juzgaba convenientes. Hablaba y hablaba, y al final de sus parlamentos venía invariablemente un intento de sablazo.

El tío Otto tenía una gran cultura. No había materia en la que no estuviese versado: sociología, literatura, música, arquitectura. Sabía de todo. Hasta a las personas especializadas les agradaba conversar con él, y todos le encontraban inteligente, interesante y extremadamente simpático, hasta el momento en que la sorpresa del sablazo les desencantaba. Esto era lo más terrible: que no se limitaba a explotar a los miembros de la familia, sino que colocaba sus pérfidas trampas dondequiera que le parecía que podían dar resultado.

Todo el mundo era de la opinión de que el Tío Otto habría podido “convertir en dinero” —según la expresión habitual en la generación pasada— sus múltiples conocimientos. Pero no lo hacía. Prefería convertir en dinero los nervios de sus parientes.

Siempre constituyó un misterio la forma en que conseguía dar la impresión de que aquella vez no lo haría. Pero lo hacía. Invariablemente. Implacablemente. Creo que no podía resignarse a renunciar a ninguna oportunidad. Sus peroratas eran convincentes llenas de auténtico entusiasmo, coherentes, ingeniosas, brillantes, aniquiladoras para su antagonista, conmovedoras para sus amigos... Podía tratar de cualquier tema. Tenía amplias nociones de puericultura, aunque no tenía hijos; envolvía a las mujeres en apasionantes conversaciones sobre regímenes a observar en las diversas enfermedades infantiles: aconsejaba medicinas, anotaba recetas de ungüentos y polvos... Sabía incluso cómo tener a los bebés en brazos, y todo niño llorón se calmaba inmediatamente al pasar a su cuidado. Tenía como un don mágico. Lo mismo analizaba la Novena Sinfonía de Beethoven que redactaba textos jurídicos o citaba de memoria el número del artículo de una ley.

Pero, fuese cual fuese la conversación habida y el lugar donde se hubiese desarrollado ésta, llegaba inevitablemente el momento de la despedida, y, ya en el rellano, estando la puerta casi cerrada, mi tío asomaba su pálido rostro, en el que destacaban los vivaces ojos negros, y decía, como si tratase de algo intrascendente, ante el temor de la expectante familia, dirigiéndose a la cabeza de la misma:

—Por cierto, ¿podrías prestarme...?

Las sumas que pedía oscilaban entre uno y cincuenta marcos. Cincuenta constituían el máximo; a través de los años había quedado establecido, por una ley no escrita, que no debía pedir más. Y añadía a continuación:

—A corto plazo...

“A corto plazo” era su expresión favorita. Después entraba de nuevo a la casa, dejaba otra vez el sombrero en la percha, se quitaba la bufanda y se ponía a explicar para qué necesitaba el dinero. Siempre tenía planes, planes infalibles. Nunca necesitaba el dinero para vivir, sino para alguna inversión que habría de proporcionar una base sólida a su existencia. Fueron objeto de sus planes desde un puesto de refrescos, del cual aseguraba que le reportaría ingresos elevados y regulares, hasta la fundación de un partido político que salvaría a Europa de la decadencia.

La frase “Por cierto, ¿podrías...?”, se convirtió en un conjunto maléfico para nuestra familia. Había incluso esposas, tías, abuelas y hasta sobrinas que al oír la expresión “A corto plazo” estaban a punto de desmayarse.

Una vez conseguido su propósito, el tío Otto —a quien me imagino bajando las escaleras a toda velocidad, plenamente feliz— se dirigía a la taberna más cercana con la intención de meditar sobre sus planes. Allí los consideraba detenidamente, con la ayuda de una copa de aguardiente o de tres botellas de vino, según la magnitud de la suma obtenida.

No callaré por más tiempo el hecho que el tío Otto bebía.

Bebía, si bien nadie lo vio nunca borracho. Además, era bien sabido que sentía la necesidad de beber solo. Ofrecerle alcohol con el fin de esquivar el sablazo era perfectamente inútil. Ni un barril entero de vino le habría disuadido de asomar la cabeza por la puerta en el momento de las despedidas, en el último minuto, y preguntar:

—Por cierto, ¿podría prestarme...? A corto plazo...

Pero no he mencionado aún lo peor de sus mañas: el devolver, de vez en cuando, el dinero prestado. Al parecer, mi tío ganaba a veces algún dinero; creo que en su calidad de antiguo pasante de abogado hacía algunos trabajos de asesoría. En tales ocasiones, se presentaba en casa de su acreedor, se sacaba un billete del bolsillo, lo alisaba con gesto amoroso y dolorido y exclamaba:

—¡Aquí están los cinco marcos que tan amablemente me prestaste!

Después de los cual se apresuraba a despedirse, para regresar, lo más tarde al cabo de dos días, y pedir prestada una cantidad que sobrepasaba un poco lo que había restituido. Constituyó siempre un misterio el hecho de que alcanzase casi la edad de sesenta años sin tener, como se suele decir, oficio ni beneficio. Y no murió de ninguna enfermedad que hubiese podido contraer a causa de la bebida. Tenía una salud de hierro; su corazón funcionaba maravillosamente, y su sueño no tenía nada que envidiar al de un recién nacido que acaba de saciar su apetito y se duerme beatíficamente hasta la hora de la próxima comida. Fue un accidente el que puso fin a sus días, y lo ocurrido después de su muerte constituyó el misterio más grande de cuantos a él se refirieron.

Como he dicho, el tío Otto murió de accidente. Le atropelló un camión con tres remolques, en medio de la ciudad, y fue una suerte que le recogiese un hombre honrado, que dio parte a la policía y advirtió a la familia. En sus bolsillos se encontró un portamonedas que contenía una medalla con la imagen de la Virgen, una tarjeta postal y veinticuatro mil marcos en metálico, junto con el duplicado de un recibo que había entregado a un administrador de lotería.

No debía de hacer más de un minuto, seguramente menos, que estaba en posesión del dinero, pues el camión le atropelló a cincuenta escasos metros de la administración de lotería. Lo que vino a continuación resultó un tanto vergonzoso para la familia. La habitación que tenía alquilada el tío delataba su pobreza. Había en ella únicamente una mesa, una silla, una cama y un armario, unos cuantos libros y una voluminosa agenda, en la cual figuraba una detallada lista de todos sus acreedores, cerrada por la constancia de un sablazo efectuado la noche anterior, que le había reportado cuatro marcos. Se encontró, además, un breve testamento en el que me nombraba heredero de sus bienes.

En su calidad de albacea, mi padre se encargó de pagar las sumas que se adeudaban. Las listas de acreedores del Tío Otto llenaban, sin exageración, un cuaderno entero, y las primeras entradas se remontaban a la época en que abandonó su trabajo de pasante y comenzó a concebir otros planes, cuya meditación le había costado tanto tiempo y tanto dinero. En total, sus deudas ascendían a casi quince mil marcos, y el número de sus acreedores a más de setecientos, desde un cobrador de tranvía que le había prestado treinta céntimos para un billete, hasta mi padre, a quien debía, en total dos mil marcos, pues era a él a quien el tío Otto recurría con más confianza.

Por una curiosa coincidencia, llegué a la mayoría de edad el mismo día del entierro del tío Otto. Con ello tenía derecho de entrar en posesión de la herencia. Abandoné inmediatamente los estudios que acababa de iniciar y comencé a forjar nuevos planes. A pesar de las lágrimas de mis padres, me marché de casa para trasladarme a la habitación que había ocupado el tío, en la que siempre me había sentido a gusto. Vivo aún allí, ahora que mis cabellos hace ya tiempo que han comenzado a clarear. El mobiliario de la habitación no ha aumentado ni disminuido. Hoy me doy cuenta de que me equivoqué en muchas cosas. Fue absurdo, por ejemplo, querer dedicarme a la música, pues no tengo talento alguno para composición. Hoy lo sé, pero esta evidencia me costó tres años de estudios inútiles y me valió también ganarme la fama de inútil. Además, en aquel empeño consumí toda la herencia. Pero de eso hace mucho tiempo.

No recuerdo la sucesión exacta de todos mis planes; son demasiados. Y los lapsos de tiempo que necesitaba para darme cuenta de su inviabilidad se fueron haciendo más cortos. Llegó un momento en que un plan me duraba tres días. La duración de mis planes disminuyó tan rápidamente que acabaron por convertirse en fugaces ideas que ni siquiera podría exponer a nadie porque yo mismo no las tenía claras. ¡Cuando pienso que me dediqué tres meses seguidos a la fisonomística y que después, en el curso de una sola tarde, decidí sucesivamente hacerme pintor, jardinero, mecánico y marinero, y me dormí con la seguridad de hacer nacido para maestro, y a la mañana siguiente me desperté con la firme convicción de que mi auténtica vocación era la de ser funcionario de aduanas...!

En resumen, yo no poseía la relativa constancia del tío Otto, ni tampoco su simpatía. Ni siquiera soy un buen conversador. Me quedo sentado entre la gente sin decir nada hasta conseguir que se aburran conmigo, y hago mis intentos de sacarles dinero de una forma abrupta, en medio de un silencio, que suenan como extorsiones. Sólo con los niños me desenvuelvo bien; por lo menos esta cualidad positiva he heredado del tío Otto. Los bebés inquietos se callan en cuanto los tomo en brazos, y al mirarme los que saben ya sonreír me sonríen, aunque se dice que mi cara asusta a la gente. Personas mal intencionadas me han aconsejado que, en mi calidad de primer representante masculino, funde el ramo profesional de los jardinero de infancia y ponga fin con la realización de este plan a la larga serie de planes frustrados. Pero no lo he hecho. Creo que lo malo que tenemos nosotros es la incapacidad de convertir en oro nuestras auténticas capacidades, o, como se dice ahora, de explotarlas comercialmente.

Una cosa está clara: si es cierto que soy una oveja negra —de lo cual yo mismo estoy en absoluto convencido—; soy de una clase diferente a aquella que pertenecía el tío Otto. Yo no poseo ni su locuacidad ni su encanto, y, por otro lado, a mí las deudas me intranquilizan, mientras que a él era evidente que le preocupaban poco. Rogué a mis familiares que me ayudasen, que hiciesen valer sus influencias para asegurarme, por lo menos una vez, una remuneración fija a cambio de un trabajo determinado. Y lo hicieron. Después de que hube formulado la petición, cuando les hube suplicado y apremiado de palabra y por escrito, tomaron en serio mis buenas intenciones y me buscaron empleo, ante lo cual me quedé consternado. E hice algo que hasta entonces no había hecho ninguna oveja negra: no me eché atrás, no rechacé la oferta. Acepté la colaboración que me habían encontrado. Sacrifiqué algo que nunca debí haber sacrificado: mi libertad.

Cada noche, cuando volvía cansado a casa, pensaba con irritación que había transcurrido otro día de mi vida que no me había aportado otra cosa que cansancio, rabia y tanto dinero como me era necesario para seguir trabajando. No sé cómo pueden llamar trabajo a ese tipo de actividades: clasificar facturas por orden alfabético, perforarlas y colocarlas en un clasificador nuevo, donde aguardarán pacientemente su destino de no ser nunca pagadas; o escribir cartas de propaganda, que viajan sin resultado alguno por la comarca y constituyen sólo una carga suplementaria para el cartero; y a veces también hacer facturas que algún días serán pagadas en metálico. Tenía que hacer gestiones con viajantes que se esforzaban en vano por colocar en alguna tienda los trastos que hacía fabricar nuestro jefe. Este, un infatigable pedazo de bruto que no hace nada y nunca tiene tiempo, un charlatán que pierde una tras otra las horas de su absurda existencia, que no se atreve a recordar la magnitud de sus deudas, que va de trampa en trampa y de bluff en bluff, un malabarista que juega con globos, que comienza a inflar uno cuando el otro acaba de estallar, dejando sólo un lastimero trocito de goma que hace un momento tenía vida y turgencia.

Nuestra oficina es contigua a la fábrica, en la cual una docena de obreros fabrican ese tipo de muebles cuya única función consiste en ser motivo de molestias y enfados durante toda una vida, a no ser que el propietario se decida, a los tres días, a utilizarlos como leña: mesitas de costura, minúsculas cómodas, sillitas artísticamente pintadas que se rompían al sentarse en ellas un niño de tres años, pequeños zócalos para jarrones o macetas, y otros trastos de todo tipo, que parecían deber la existencia al arte de un carpintero cuando en realidad sólo poseían una aparente debido a la mano de un mal pintor, que les ha dado una capa de pintura que después se hace pasar por laca, engañosa apariencia destinada a justificar los precios.

Así, pasé días y días de mi vida —casi dos semanas, en total— en la oficina de aquel estúpido que no sólo se tomaba en serio a sí mismo sino que se tenía por un artista, pues en alguna ocasión —una sola vez mientras estaba yo trabajando allí— se le veía sentarse al tablero de dibujo, tomar papel y lápices y diseñar algún inestable objeto, un macetero o un mueble bar, otros tantos motivos de irritación para varias generaciones.

Mi jefe no parecía darse cuenta de la absoluta inutilidad de sus creaciones. Cuando había diseñado uno de aquellos objetos —lo cual, como ya he dicho, sucedió una sola vez estando yo allí—, tarea que solía llevarle un cuarto de hora, cogía el coche y se marchaba ocho días de vacaciones, como lo haría un artista agotado por su labor creadora. El diseño pasaba entonces a manos del maestro carpintero, que lo colocaba en su banco, lo estudiaba frunciendo el ceño y examinaba después las existencias de madera para comenzar la producción en serie. Entonces veía yo durante días, a través de las polvorientas ventanas del taller —que el jefe denominaba “fábrica”—, las nuevas creaciones: estantes o mesitas para la radio que valían apenas la cola que se gastaba en ellas.

Los únicos muebles útiles que se fabricaban allí eran los que hacían los trabajadores a escondidas del jefe, banquillos para apoyar los pies, joyeros, en los que, respectivamente, cabalgarán y guardarán sus chucherías los bisnietos de los actuales propietarios; y prácticos tendedores de ropa en los que se revolotearán las camisas de varias generaciones. Así se fabricaban allí, clandestinamente, los objetos amables y útiles.

La personalidad que me llamó realmente la atención durante aquel paréntesis de actividad laboral fue el revisor del tranvía, el hombre que sellaba cada uno de mis días con su pinza. Cogía mi abono semanal, una sencilla tarjetita de papel, la introducía en las fauces abiertas de su pinza y una tinta que fluía invisiblemente anulaba dos centímetros de su superficie, es decir, un día de mi vida, un precioso día de mi vida que sólo me había aportado cansancio, rabia y una pequeña cantidad de dinero, suficiente para seguir comiendo y seguir realizando aquella actividad absurda. Aquel hombre que cada noche declaraba nulos miles de días humanos, parecía investido de la fuerza del destino.

Aún hoy me reprocho a mí mismo el no haberme despedido de aquella empresa antes de verme, por así decirlo, obligado a ello, el no haber enviado a paseo a mi jefe antes de verme prácticamente obligado a hacerlo. Un día vino a verme a la oficina, acompañado de mi patrona, un hombre de expresión apesadumbrada que se presentó a sí mismo como administrador de lotería y que me anunció que era propietario de una cantidad de cincuenta mil marcos, caso de ser yo efectivamente el señor tal y tal y caso de encontrarme en posesión de un determinado billete. Yo era efectivamente el señor tal y tal y estaba en posesión del billete. Abandoné inmediatamente el trabajo, sin despedirme, y dejando una serie de facturas sin perforar y seleccionar. No me quedó más que volver a casa, cobrar el dinero y comunicar a la familia la nueva situación.

Todo el mundo se imaginó entonces que moriría pronto o que sería víctima de un accidente, pero, por el momento, ningún auto parece haber sido elegido por el destino para arrebatarme la vida, y mi corazón está en perfecto estado, aunque tampoco yo soy abstemio. Así pues, una vez pagadas mis deudas, he quedado en posesión de una fortuna de casi treinta mil marcos libres de impuestos, y soy el tío rico, el más solicitado de toda la familia. Ni qué decir tiene que se me permite otra vez ver a mi ahijado. Todos mis pequeños parientes en general me quieren mucho, y ahora puedo jugar con ellos, comprarles pelotas, llevarles a tomar enormes helados de nata, regalarles gigantescos racimos de globos y llenar de una alegre clientela los columpios mecánicos y los tiovivos.

Mi hermana ha comprado a su hijo, un billete de lotería. Yo, por mi parte, me dedico a pensar largamente quién será mi sucesor en la próxima generación, cuál de estos hermosos, sanos y juguetones niños que mis hermanos y hermanas han traído al mundo será la próxima oveja negra. Porque nosotros somos una familia con carácter, y seguiremos siéndolo. ¿Cuál de estos niños será una persona seria hasta el momento en que deje de serlo? ¿Cuál decidirá súbitamente dedicarse a otras actividades, cuál concebirá un día planes infalibles? Me gustaría saberlo para poder aconsejarle, pues, también nosotros, las ovejas negras, tenemos nuestra experiencia, también nuestra profesión tiene reglas de juego, que yo podría enseñarle a mi sucesor, ese que de momento aún es desconocido y se esconde en el rebaño como el lobo vestido con la piel de una oveja.

Pero tengo el oscuro presentimiento de que no viviré lo suficiente como para conocerle e iniciarle en los misterios de nuestra profesión. Saldrá a la luz cuando yo muera, cuando llegue el momento mismo de tomar el relevo. Entonces se presentará a sus padres con las mejillas encendidas y les hará saber que está harto. Sólo espero que para entonces quede aún algo de mi dinero, pues he modificado mi testamento y he dejado lo que reste de mi fortuna al primero que muestre las inequívocas señales de ser el llamado a sucederme.

Lo que importa es que no les deje deudas.

(1951)