miércoles, 22 de diciembre de 2021

 

La poesía del instante en Raymond Carver


“El mundo está regido de acuerdo con una medida musical

impuesta por la cadencia de los instantes”.

Gastón Bachelard


¿Qué significa leer bien? ¿Cómo abordar la arbitrariedad de nuestra mirada al asignarle

sentido a una obra? ¿Quién puede afirmar que conocen en totalidad a un autor?  Y entre

aquellos que lo hagan, ¿quién puede pretender una lectura acabada que lo agote?

Siguiendo el consejo de Borges, en la literatura me mueve el placer; sin embargo, hay dos

autores que leí hasta el cansancio: Fiódor Dostoievski y Raymond Carver. Ese tándem

despertó en mí una entrega absoluta, pero por motivos completamente opuestos.

Mientras que el ruso describe el alma humana en su generalidad, Carver, en cambio, es el

genio del instante, un escritor que con una simplicidad sólo aparente pudo cargar de un

asombroso poder las unidades mínimas del tiempo. En su poema, “La felicidad”, escribe:  

El cielo empieza a cubrirse de luz,/ aunque todavía cuelga pálida la luna sobre el agua./

Tanta belleza que, durante un instante,/la muerte o la ambición, incluso el amor,/ no tiene

cabida aquí./ Felicidad. Llega / de forma inesperada. Y sigue su camino, realmente./

Cualquier madrugada te lo dice. 

Para Italo Calvino un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir

e incluso un mismo lector puede releer y resignificar esa obra infinidad de veces a medida

que la va descubriendo. En mi caso lo primero que leí de Carver fueron sus cuentos,

gracias a los cuales consolidó su carrera y se ganó el apodo de “el Chéjov

norteamericano”. Sin embargo, cuando creía conocerlo, llegó su poesía. Editado por

Anagrama, Todos nosotros recopila diez años de trabajo desde que Carver deja atrás el

alcoholismo hasta su muerte y muestra de forma íntima y acabada su vida, sus miedos,

sus ilusiones y también sus certezas. 

“No sólo amamos estos poemas por sus costumbres y valles biográficos, aunque a quien

no le intriga la vida de un hombre que caminó de la mano de la muerte a causa del alcohol

y luego siguió escribiendo con un tumor cerebral y un cáncer de pulmón”, escribe Tess

Gallagher, la mujer que lo acompañó en la última parte de su vida. Es ella, también, quien

remarca en el prólogo: “Este volumen, que abarca un periodo superior a los treinta años

de labor creativa, nos permite comprobar que Carver no escribe poesía de manera

circunstancial entre relato y relato, más bien al revés: la poesía es para él un cauce

espiritual del que se desvía para escribir sus relatos”. Su obra poética, por lo tanto, no sólo

es una parte clave de su producción literaria, sino una instancia reveladora para

redescubrir al autor. Como dice Carver en su poema Ondas de Radio: 

Era un poco como el hombre maduro que se enamora de nuevo/ Una cosa digna de

atención;/desconcertante, también./ Se me ocurren tonterías como colgar tu retrato en la

pared./ Y llevarme tu libro a la cama conmigo,/ dormirme con él a mano. 


La poética del instante

En clave minimalista, la literatura de Carver se caracteriza por las escenas sencillas: la vida

cotidiana y la acción por encima de la descripción. De hecho, sus cuentos son fascinantes

por esta capacidad de mostrar con una gran economía de recursos momentos cruciales de

personajes simples. Pero ¿qué sucede en la poesía? Al igual que en sus cuentos, Carver

utiliza la cotidianidad para describir escenas con un fuerte valor simbólico, pero también

para marcar un camino:

Utiliza las cosas que te rodean./ Esta ligera lluvia/ tras la ventana, por ejemplo./ Este

cigarrillo entre tus dedos, estos pies en el sofá./ El débil sonido del rock and roll,/el Ferrari

rojo en el interior de la cabeza./La mujer que anda a trompicones/ borracha en la

cocina…/ Coge todo eso,/ utilizalo. (Domingo por la noche).

El estilo minimalista toma el centro de la escena en un registro prosaico, con la salvedad

de que podemos ver al autor sufriendo en el momento mismo que despliega sus versos.

De esta manera, describe instantes que marcan un cambio vital o se eternizan como hitos

presentes. Por ejemplo, el derrumbe de un matrimonio:

Rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn./ Tus ojos se

nublan. Luego te vuelves para mirar el mar/ tras la hilera de tejados. Ni las moscas se

mueven./ Rompo el otro huevo./ Seguramente nos hemos empequeñecido juntos. (Por la

mañana pensando en el imperio).

Pero si el minimalismo es la reducción de todos los elementos accesorios para resaltar lo

esencial, la medida mínima de lo trascendente, ¿no es acaso el instante la mínima unidad

de tiempo que da estructura la realidad? ¿No es el instante lo que en la memoria

construye nuestros hitos como personas? “La verdadera realidad del tiempo es el

instante; la duración es solo una construcción, sin ninguna realidad absoluta”, señala

Gastón Bachelard en La intuición del instante. Ahora bien, ¿cómo se traduce esto en

Carver? ¿Qué registro de su vida puede permitirnos pensar a fondo este concepto

temporal? En su poema Lo que dijo el médico, se retrata el momento en que le anuncian

su enfermedad terminal: 

Dijo si usted es un hombre religioso arrodíllese/ en el bosque y pida ayuda/cuando llegue

a la cascada/ la neblina le rodeará los brazos y la cara/ deténgase y trate de comprender

esos momentos/ yo le dije no lo soy pero trataré de empezar hoy/ dijo lo siento mucho

dijo/ me hubiera gustado tener otra noticia que darle/ dije Amén…

El poema concluye “le tendí la mano al hombre/ que acababa de decirme lo que nunca

nadie me había dicho/puede que incluso le haya dado las gracias por costumbre”. Es

interesante prestar atención a la palabra “religioso”, al templo que esa religión supone, y

a la respuesta de la voz poética cuando afirma que tratará de hacerlo. En la obra de


Carver, Dios no aparece mencionado, tampoco la eternidad o la reencarnación. En

consecuencia, podemos pensar que lo que le queda a un hombre sino media una

proyección de trascendencia ante la proximidad de la muerte, es la experiencia del

presente como un instante infinito. Lo sublime de sentir en el momento en que todavía

gozamos de la vida. Como dice Bachelard: “El tiempo es una realidad afianzada en el

instante y suspendida entre dos nadas”.

La poesía de Carver construye así buena parte de su sentido a partir del valor de este tipo

de instantes. A lo largo de sus versos podemos verlo con su café mirando por la ventana a

dos chicos de la mano, con su hermano en el coche intuyendo un accidente, con su hija en

la cocina una mañana de otoño o acostado a orillas del río imaginando su muerte: 

y eso estuvo bien, al menos un par/ de minutos, hasta que la realidad caló en mí: Muerte/

Mientras estaba allí tumbado con los ojos cerrados,/ justo después de haber imaginado

qué ocurría/ si de veras nunca me levantara otra vez, pensé en ti./ Entonces abrí los ojos,

me levanté/ y volví a sentirme feliz otra vez./ Te lo debo a ti, ya ves. Quería decírtelo.(Para

Tess).  

Una tesis existencialista

Todo lo que sé de esta vida llena de sudor y delicadeza/ de la mía y de la de los demás,/ es

que dentro de poco me levantare/ y dejare este lugar insólito/ que ofrece amparo a los

muertos. (Un paseo).

Lo único que sabemos de la vida, dice Carver, es que existimos. O en términos sartreanos,

que “la existencia precede a la esencia”, por lo que no hay nada que determine la vida del

hombre y, en la misma línea, nada que la resuelva cuando termina. En consecuencia,

ninguna salida científica o religiosa puede impedir nuestro camino hacia la nada. Otro

existencialista contemporáneo de Carver, Albert Camus, consideraba a partir de estas

premisas que la vida es un completo absurdo, es decir, sin consecuencias que

comprendamos ni vayamos a comprender. En El extranjero, de hecho, retrata

precisamente la vida de un héroe absurdo, Meursault, que a primeras luces parece un

incapacitado cuya indolencia hace que terminasentenciado a muerte. El primer

paralelismo con Carver es fácil. Por motivos diferentes, Meursault y el yo poético de

Carver se enfrentan con lo irreversible de la muerte, de modo que la experiencia del

instante, la sensibilidad del momento presente, se impone con el sentido de lo absoluto. 

¿Y acaso Carver no parece describir con precisión esos momentos en que la sensibilidad se

impone a la vorágine del pensamiento de la misma forma que Camus lo hace a través de

Meursault?  

Nos levantamos antes del amanecer/ Durante un instante no sabíamos dónde

estábamos./ Salimos al balcón que daba/ al río y a la parte vieja de la ciudad./ Allí


estábamos, sin más, callados./ Desnudos. Viendo cómo se aceleraba el cielo/ Tan

conmovidos y tan felices. Como si nos hubiesen colocado allí/ justo en aquel momento.

Por supuesto, existe una gran diferencia entre el personaje que creó Camus y el personaje

autobiográfico de Carver, y es el hecho de que, a pesar de la muerte y la resignación,uno

de ellos cree poder encontrar un sentido más allá de la experiencia. La pregunta que surge

de sus poemas (y a la que no encontré respuesta durante mucho tiempo) es: ¿por qué

escribe un hombre condenado a la nada? A diferencia del existencialismo agnóstico de

Camus o el ateo de Sartre, Kierkegaard era un pensador cristiano. En su obra encontramos

tres estadios fundamentales para el desarrollo del hombre, y es en el último, el religioso,

donde se da lo que él llama un “salto de fe” donde emerge el sentido de la vida a partir del

infinito amor a Dios. Si pensamos en Carver, la operación es muy simple: sólo tenemos

que eliminar a Dios del enunciado y lo que queda es la creencia desligada del misticismo

religioso o, en clave existencialista, la imposibilidad de explicar el mundo a través de la

razón.  

En una de las últimas entrevistas, Carver afirma que “todos los poemas son actos de amor

y de fe”. Y aclara que las recompensas por escribir poesía son tan pocas, ya sea bajo las

formas del dinero, la fama o la gloria, que el acto de escribir un poema tiene que ser un

acto que se justifique por sí solo. En Carver hay un registro estético, pero también una

búsqueda “religiosa” en el sentido que vive y escribe de acuerdo a preceptos de fe. Esa

creencia, sin embargo, no se puede entender en sentido judeocristiano, es decir, que no

es una fe que trasciende a la existencia, sino una fe inmanente, sumergida en la

existencia. Es la creencia de que la vida no es un completo absurdo carente de sentido

sino que, como señala el escritor argentino Guillermo Sacomanno, lo que se respira en la

poesía de Carver es una fe en el valor revelador de esos instantes. Su poesía, por lo tanto,

está a la caza de esos momentos absolutos. Pero, sobre todas las cosas, está en búsqueda

de amor y gratitud:

¿Y conseguiste lo que/ querías en esta vida?/Lo conseguí./ ¿Y qué querías?/ Considerarme

amado, sentirme/ amado sobre la tierra. (Ultimo fragmento)

En este caso, la clave del poema está en la elección del verbo “sentir”. Carver mantiene

hasta el final la lucidez que lo caracteriza en la elección de la palabra, piedra angular de la

poesía. No se trata de “ser” amado, de trascender su muerte en el amor de los vivos;

Raymond Carver quiere “sentir”, y ese concepto sólo acepta el presente del instante. No

hay más allá en la fuerza de su poesía y en su propia vida. Ese momento eterno en el que

él se siente amado lo justifica. Más acá de la nada, todos nosotros, al leerlo, podemos

experimentarlo: amar su literatura en este preciso instante que, de alguna forma, es

amarla por siempre.

jueves, 23 de septiembre de 2021

Un buen poema ( Seleccionado y publicado por PAMA)



Imaginemos un desierto. Una planicie basta y árida con un cielo inmenso.  Yo estuve ahí, y camine esos caminos que se bifurcan y no llevan a ningún lado. Imaginemos un hombre, camisa a cuadros color mostaza, sombrero de ala, la piel curtida por el sol, jeans y botas negras. Ese hombre tiene colgado de los hombros un artefacto de acero inoxidable. Como una escoba pero que en la base tiene un redondel plano que orbita a pocos centímetros del suelo. Lo balancea de lado a lado, el cuello tubular refleja el sol con un brillo que le ilumina la cara por unos segundos, luego desaparece por la sombra que genera su propio cuerpo. 

El instrumento hace un ruido entrecortado y metálico, que se incrementa hasta transformarse en un pitido único y nervioso. El hombre se detiene, deja el artefacto a un lado y empieza a cavar con una pala de mano que llevaba segundos antes colgando de su cintura. En un momento choca contra algo duro, una caja de metal. El hombre se sienta a un costado, la abre, saca de su interior una foto vieja que observa unos segundos. Luego un collar, unas monedas, un carta escrita a mano. Al fondo de esa caja encuentra un pequeño espejo con marco de madera, devorado por el tiempo y la humedad. Ve su rostro reflejado entre manchas negras, sonríe. El  hombre contempla todo aquello, con un gesto que nada tiene de desprecio, lo deja a un costado, se levanta, limpia sus manos y con una de ellas, la derecha, haciendo visera por encima de sus ojos, ve el desierto inmenso, silencioso, y el cielo azul, aplastante, sobre él. Toma su instrumento y vuelve a caminar.

Aquel hombre sabe lo difícil que es encontrar algo de valor, de la misma forma que yo sé lo difícil que es encontrar un buen poema. De la misma forma que aquel hombre imaginario, cuando lo encuentro, una suerte de entusiasmo sentimental se apodera de mí. Lo llamaría felicidad, pero es un término difuso. Éxtasis, bienestar, admiración parecen ideas más cercanas. La sensación de que el mundo es un poco mejor. Todos eso me llevan a impulsos poco razonables y sin darme cuenta estoy compartiendo por todos los medios aquel poema. Entonces, lo que obtengo de respuesta, lo imagino de antemano, es la reafirmación de mi propia definición, cuando en verdad lo que yo espero es que la gente se arrodille y agradezca al autor o se ponga a llorar, o piense que ya nada tiene sentido más que releer ese poema hasta cansarse. Pero eso no sucede. Entonces, me siento en el escritorio, un poco triste, miro la pila de libros desordenados sobre la mesa, la biblioteca de mi familia, y pienso lo difícil que va a ser encontrar algo parecido a ese paisaje de palabras y versos. Luego tomo un mate, abro algún libro, vuelvo a empezar, y la certeza de que voy a encontrarlo brilla en mis ojos como un metal precioso.    

martes, 21 de septiembre de 2021

Mario Levrero y el laberinto inconsciente del lenguaje


 



Que la “literatura del yo” es, en mayor o menor medida, un proceso narcisista donde el escritor construye a partir de las fronteras permeables entre lo real y la ficción lo que quiere revelar de su propia vida, a esta altura, parece difícil de discutir. Sin embargo, pensar que no hay obras extraordinarias dentro de este subgénero es desconocer autores que han hecho de la introspección una literatura de alto vuelo. Mario Levrero, nacido en 1940 en Uruguay, es uno los escritores que conforman este grupo selecto.

El discurso vacío, de hecho, es un mapa minucioso del oscuro laberinto neurótico del propio escritor, donde el narrador utiliza su interioridad como medio (y no como fin) para alcanzar algo inefable e huidizo que, en última instancia, será el germen de sus escritos maduros. Esta novela, construida en forma de diario, es por lo tanto un viaje por la vida y la mente de un escritor en sus tediosos días en la ciudad uruguaya de Colonia.

Encontramos en el prólogo estos versos: “Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. / Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro. / Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego se va por años / y años / Aquello que yo también olvido. / Aquello / próximo al amor, que no es exactamente amor; / que podría confundirse con la libertad, / con la verdad / con la absoluta identidad del ser / y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras, pensado en conceptos / no puede ser siquiera recordado como es…”.  En un registro poco usual, Levrero nos presenta así una clave de lectura: su novela va a girar en torno a las carencias del Yo. Para lograrlo, va a dividir su prosa en dos grandes partes, “Ejercicios” y “El discurso vacío”.

“Ejercicios” es una serie de textos con el objetivo de mejorar la caligrafía y, a través de ella, moldear la personalidad, las obsesiones y las repetidas depresiones del escritor. Por otro lado, la imposibilidad de vaciar de contenido la escritura para dedicarse por entero a la forma lo lleva a establecer otro tipo de texto, donde la prioridad es el estilo y el ritmo de la prosa. Así, el lector se encuentra con una descripción minuciosa de la rutina del protagonista, donde la vida familiar, el vínculo con su mujer, con su espacio y sus devaneos cotidianos van mostrando el fluir de una búsqueda profunda. A medida que el libro avanza, sin embargo, la crisis personal provocada por esa indagación se hace más palpable, por lo que los vínculos y las relaciones empiezan a remitir a recuerdos, sueños eróticos, incluso a cierto tedio. Es a través de este “discurso vacío” que Levrero nos conduce por su propio laberinto neurótico, es decir, por esa telaraña de trastornos mentales que se manifiestan en conductas, reiteraciones y estados anímicos de manera tal que la estructura del lenguaje esconde en su devenir inconsciente el camino a sus deseos y placeres: “Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas”.

De esta manera, Levrero no sólo no le escapa a lo que en verdad es la “literatura del yo”, sino que se sumerge definitivamente en ella: “Mi contemplación casi erótica de las ruinas es una contemplación narcisista” escribe y afirma “esas ruinas soy yo”. En este punto, El discurso vacío puede relacionarse con Marcel Proust, no sólo uno de los pioneros de la “literatura del yo”, sino un estilista que, aunque de manera opuesta a la de Levrero, también relega la forma al contenido, creando una densidad retórica casi alarmante a partir de sí mismo. El intento del escritor uruguayo por atrapar lo inapresable nos transporta al hilo conductor de la gran obra de Proust. Al igual que el escritor francés, Levrero se sumerge en las profundidades del Yo inconsciente. “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar)”. Es evidente el papel fundamental de la memoria en ambas obras, con la diferencia que, en los cien años que separan a los autores el psicoanálisis se instalo como una teoría que describe estos procesos inconscientes, que el francés anticipa y que el uruguayo, en cambio, conoce, describe y transita.  

Juntando pedazos de recuerdos y sus “propias ruinas”, Levrero va recuperando, en ese laberinto inconsciente, partes de sí, “momentos luminosos”, que por más que se narren con devoción, a veces son incomprensibles, no solo para quien lee sino también para quien trata de describirlos. Al final esa sensación de plenitud, “de absoluta identidad del ser” es incomunicable. Sin embargo, en las últimas hojas de la novela, cierto optimismo embriaga al narrador cuando ve reflejado en unos ladrillos de cerámica barnizada los últimos rayos del sol, y en ese momento comprende que aun está vivo, “en el verdadero sentido de la palabra”. Hay un fluir, una medida justa, un dejarse llevar para ser el protagonista de las propias acciones, nos dice el autor. De esta manera, la literatura de Levrero ayuda a comprender nuestro propio laberinto neurótico al mostrar que la introspección puede regalarnos un momento de autorreconocimiento, aunque se nos presente como un instante estético. Es cuestión de asumir la carencia y estar atentos a esa pasajera sensación de plenitud, y por qué no, de belleza. Como dice Proust en su ensayo Sobre la lectura: “Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar”

martes, 15 de junio de 2021

Presentación Digital "Paisaje Urbano" (Halley ediciones)

 



Hola a todos.

Quería contarles de mi nuevo libro que verá la luz en julio. Lleva de título "Paisaje Urbano". Es un recorrido en prosa y verso con la ciudad como objeto de estudio, cómo personaje central. Un poemario que intenta entender y describir esa unidad multiforme que se expande ante nuestros ojos y por obra de nuestras manos. Que nos contiene en el sentido más amplio de esta palabra. Como dice uno de sus poemas: "Ese Leviatán de concreto" con su esplendor y su decadencia.

Es en sus calles, en sus habitantes, en sus manifestaciones es donde el poeta encuentra belleza. El libro es también una oda de amor a un espacio que considero mi hogar. El viejo ideal romántico que aún persiste. El mismo que Baudelaire encontró en la contradicción, en el mal, o Bukowski tránsito desde el fracaso. El ideal que todavía buscamos en un mundo destruido, en la permanencia del individuo, en el arte como salvación. Somos hijos de ese romanticismo del cual renegamos.  

Sin embargo creo que el libro no se agota ahí. Hay también un intento de transformar el yo poético, de ficcionalizarlo. Buscar en los paisajes que ofrece la ciudad historias de otros tiempos, de otros individuos. Expandir la poesía al terreno de la fantasía y la ciencia ficción. Si la primera persona nos toma desde todos los puntos de nuestra experiencia, entonces inventemos con ella nuevos horizontes. Fragmentémosla, sola se encargara de volver sobre nosotros mismos. No podemos escapar a las costumbres de nuestro tiempo, pero de esa tensión también sacaremos algún sentido. 

 Esas fueron las bases de este proceso. Creo que hay pasajes donde se puede encontrar algo novedoso. Algunos poemas que exploran esos territorios. “Sepia” o “En mi encierro”, son los ejemplos más logrados o los que a mí más me gustan. Otros, pienso en “Hospital público” o “Primavera porteña”,  transitan el realismo más duro, la poesía social. Estos últimos fueron escritos hace un tiempo cuando todavía la poesía que descubrí en Carver me obnubilaba (lo sigue haciendo) y empezaba a descubrir en Dalton una mirada social latinoamericana. Les guardo mucho cariño pero procuro cuidadosamente no volver sobre ellos. Tal vez sus futuros lectores puedan apreciar si hay algo de esto en esos versos.   

Como sea, todos los poetas somos deudores de otras obras más contundentes y solidas que las nuestras. No creo que haya motivo para esconderlo. En mi caso, la poesía es siempre un homenaje a los grandes maestros. Escribo leyéndolos. Espero, humildemente, que este libro sirva para acercar, a lectores que no son dados en este género, a esos grandes libros.

La literatura es un viaje al pasado y una proyección al futuro. La actualidad es siempre esquiva. Para los poetas, el presente es un camino de incertidumbre y frustraciones constantes que solo encuentra alivio en los preciosos momentos de la creación. Ya puedo sentir vergüenza por estos poemas escritos hace poco tiempo, no recuerdo los sentimientos que me llevaron a escribir los viejos poemas y no tengo idea que deparan mis futuros textos. El presente de este libro, es para mí, pasado. Como sea, espero, en el mejor de los casos, que lo disfruten. Por mi lado seguiré aprendiendo, anhelando un próximo libro más mordaz, más crítico y menos convencional. Como dice Roberto Arlt en su prólogo a Los lanzallamas, “El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Aunque el gran público prefiera leer en sus celulares sedantes versos que les alegren las mañanas, seguiremos escribiendo poemas que interpelen el sentido estanco de nuestra sociedad. La literatura en la que creo, incomoda, molesta, reinventa. No sé si estoy a la altura de estas palabras, pero no voy a dejar de intentarlo “Un libro tras otro”. Como escribí en algún lugar ya olvidado, “el tiempo dirá quién soy, en este momento poco me importa”.

 

                                                                                              Julián Ferreira

 

No quiero dejar de agradecer a Mariana Kruk, guía y compiladora de este proyecto, a Halley ediciones por confiar en mi trabajo, dándole valor y cariño, a Andrés Muller por crear esa imagen maravillosa que lleva la tapa.

Por último, agradecer especialmente a Carlos Penelas, mi maestro, y a su taller literario en la calle Viamonte, donde escribí gran parte de los poemas que lleva este libro.

 

Comparto el link de pago para quien quiera hacerse un ejemplar  https://mpago.la/2ACm3hx .

O bien pueden pedírmelo directamente a mí por la via que quieran o en la página de la editorial https://halleyediciones.wordpress.com/2021/06/01/paisaje-urbano-de-julian-ferreira-preventa/

 

Tambien puede conseguirlo pidiéndomelo por cualquiera de estos medios.

 

 

Fb. Julian Ferreira

@julito.esposito

            julianferreira.f.c@gmail.com

 

Se agradece mucho la difusión y la lectura de este mail.