Es evidente que he sido designado para cuidar de
que la cadena de ovejas negras de mi familia no quede interrumpida en mi
generación. Uno u otro tenía que ser, y he sido yo. En un principio, nadie lo
habría dicho, pero el caso es que he sido yo. Las personas sensatas de nuestra
familia aseguran que el tío Otto ejerció sobre mí una mala influencia. El Tío
Otto fue la oveja negra de la generación pasada, y padrino mío. Alguien tenía
que ser, y fue él. Naturalmente fue elegido para apadrinarme antes de que se
pusieran de manifiesto sus malas indicaciones. También a mí me eligieron para
apadrinar a un niño de la familia, al cual, desde que se me considera a mí la
oveja negra, mantienen cuidadosamente a distancia. En realidad, deberían
estarnos agradecidos, pues una familia sin ovejas negras es una familia sin
carácter.
Mi amistad con el tío Otto comenzó pronto. Venía
a vernos a menudo, y nos traía siempre más dulces de los que mi padre juzgaba
convenientes. Hablaba y hablaba, y al final de sus parlamentos venía
invariablemente un intento de sablazo.
El tío Otto tenía una gran cultura. No había
materia en la que no estuviese versado: sociología, literatura, música,
arquitectura. Sabía de todo. Hasta a las personas especializadas les agradaba
conversar con él, y todos le encontraban inteligente, interesante y
extremadamente simpático, hasta el momento en que la sorpresa del sablazo les
desencantaba. Esto era lo más terrible: que no se limitaba a explotar a los miembros
de la familia, sino que colocaba sus pérfidas trampas dondequiera que le
parecía que podían dar resultado.
Todo el mundo era de la opinión de que el Tío
Otto habría podido “convertir en dinero” —según la expresión habitual en la
generación pasada— sus múltiples conocimientos. Pero no lo hacía. Prefería
convertir en dinero los nervios de sus parientes.
Siempre constituyó un misterio la forma en que
conseguía dar la impresión de que aquella vez no lo haría. Pero lo hacía.
Invariablemente. Implacablemente. Creo que no podía resignarse a renunciar a
ninguna oportunidad. Sus peroratas eran convincentes llenas de auténtico
entusiasmo, coherentes, ingeniosas, brillantes, aniquiladoras para su
antagonista, conmovedoras para sus amigos... Podía tratar de cualquier tema.
Tenía amplias nociones de puericultura, aunque no tenía hijos; envolvía a las
mujeres en apasionantes conversaciones sobre regímenes a observar en las
diversas enfermedades infantiles: aconsejaba medicinas, anotaba recetas de
ungüentos y polvos... Sabía incluso cómo tener a los bebés en brazos, y todo
niño llorón se calmaba inmediatamente al pasar a su cuidado. Tenía como un don
mágico. Lo mismo analizaba la Novena Sinfonía de Beethoven que redactaba textos
jurídicos o citaba de memoria el número del artículo de una ley.
Pero, fuese cual fuese la conversación habida y
el lugar donde se hubiese desarrollado ésta, llegaba inevitablemente el momento
de la despedida, y, ya en el rellano, estando la puerta casi cerrada, mi tío
asomaba su pálido rostro, en el que destacaban los vivaces ojos negros, y
decía, como si tratase de algo intrascendente, ante el temor de la expectante
familia, dirigiéndose a la cabeza de la misma:
—Por cierto, ¿podrías prestarme...?
Las sumas que pedía oscilaban entre uno y cincuenta
marcos. Cincuenta constituían el máximo; a través de los años había quedado
establecido, por una ley no escrita, que no debía pedir más. Y añadía a
continuación:
—A corto plazo...
“A corto plazo” era su expresión favorita. Después
entraba de nuevo a la casa, dejaba otra vez el sombrero en la percha, se
quitaba la bufanda y se ponía a explicar para qué necesitaba el dinero. Siempre
tenía planes, planes infalibles. Nunca necesitaba el dinero para vivir, sino
para alguna inversión que habría de proporcionar una base sólida a su
existencia. Fueron objeto de sus planes desde un puesto de refrescos, del cual
aseguraba que le reportaría ingresos elevados y regulares, hasta la fundación
de un partido político que salvaría a Europa de la decadencia.
La frase “Por cierto, ¿podrías...?”, se
convirtió en un conjunto maléfico para nuestra familia. Había incluso esposas,
tías, abuelas y hasta sobrinas que al oír la expresión “A corto plazo” estaban
a punto de desmayarse.
Una vez conseguido su propósito, el tío Otto —a
quien me imagino bajando las escaleras a toda velocidad, plenamente feliz— se
dirigía a la taberna más cercana con la intención de meditar sobre sus planes.
Allí los consideraba detenidamente, con la ayuda de una copa de aguardiente o
de tres botellas de vino, según la magnitud de la suma obtenida.
No callaré por más tiempo el hecho que el tío
Otto bebía.
Bebía, si bien nadie lo vio nunca borracho.
Además, era bien sabido que sentía la necesidad de beber solo. Ofrecerle
alcohol con el fin de esquivar el sablazo era perfectamente inútil. Ni un
barril entero de vino le habría disuadido de asomar la cabeza por la puerta en
el momento de las despedidas, en el último minuto, y preguntar:
—Por cierto, ¿podría prestarme...? A corto
plazo...
Pero no he mencionado aún lo peor de sus mañas:
el devolver, de vez en cuando, el dinero prestado. Al parecer, mi tío ganaba a
veces algún dinero; creo que en su calidad de antiguo pasante de abogado hacía
algunos trabajos de asesoría. En tales ocasiones, se presentaba en casa de su
acreedor, se sacaba un billete del bolsillo, lo alisaba con gesto amoroso y
dolorido y exclamaba:
—¡Aquí están los cinco marcos que tan
amablemente me prestaste!
Después de los cual se apresuraba a despedirse,
para regresar, lo más tarde al cabo de dos días, y pedir prestada una cantidad
que sobrepasaba un poco lo que había restituido. Constituyó siempre un misterio
el hecho de que alcanzase casi la edad de sesenta años sin tener, como se suele
decir, oficio ni beneficio. Y no murió de ninguna enfermedad que hubiese podido
contraer a causa de la bebida. Tenía una salud de hierro; su corazón funcionaba
maravillosamente, y su sueño no tenía nada que envidiar al de un recién nacido
que acaba de saciar su apetito y se duerme beatíficamente hasta la hora de la
próxima comida. Fue un accidente el que puso fin a sus días, y lo ocurrido
después de su muerte constituyó el misterio más grande de cuantos a él se
refirieron.
Como he dicho, el tío Otto murió de accidente.
Le atropelló un camión con tres remolques, en medio de la ciudad, y fue una
suerte que le recogiese un hombre honrado, que dio parte a la policía y
advirtió a la familia. En sus bolsillos se encontró un portamonedas que
contenía una medalla con la imagen de la Virgen, una tarjeta postal y veinticuatro
mil marcos en metálico, junto con el duplicado de un recibo que había entregado
a un administrador de lotería.
No debía de hacer más de un minuto, seguramente
menos, que estaba en posesión del dinero, pues el camión le atropelló a
cincuenta escasos metros de la administración de lotería. Lo que vino a
continuación resultó un tanto vergonzoso para la familia. La habitación que
tenía alquilada el tío delataba su pobreza. Había en ella únicamente una mesa,
una silla, una cama y un armario, unos cuantos libros y una voluminosa agenda,
en la cual figuraba una detallada lista de todos sus acreedores, cerrada por la
constancia de un sablazo efectuado la noche anterior, que le había reportado
cuatro marcos. Se encontró, además, un breve testamento en el que me nombraba
heredero de sus bienes.
En su calidad de albacea, mi padre se encargó de
pagar las sumas que se adeudaban. Las listas de acreedores del Tío Otto
llenaban, sin exageración, un cuaderno entero, y las primeras entradas se
remontaban a la época en que abandonó su trabajo de pasante y comenzó a
concebir otros planes, cuya meditación le había costado tanto tiempo y tanto
dinero. En total, sus deudas ascendían a casi quince mil marcos, y el número de
sus acreedores a más de setecientos, desde un cobrador de tranvía que le había
prestado treinta céntimos para un billete, hasta mi padre, a quien debía, en
total dos mil marcos, pues era a él a quien el tío Otto recurría con más
confianza.
Por una curiosa coincidencia, llegué a la
mayoría de edad el mismo día del entierro del tío Otto. Con ello tenía derecho
de entrar en posesión de la herencia. Abandoné inmediatamente los estudios que
acababa de iniciar y comencé a forjar nuevos planes. A pesar de las lágrimas de
mis padres, me marché de casa para trasladarme a la habitación que había
ocupado el tío, en la que siempre me había sentido a gusto. Vivo aún allí,
ahora que mis cabellos hace ya tiempo que han comenzado a clarear. El
mobiliario de la habitación no ha aumentado ni disminuido. Hoy me doy cuenta de
que me equivoqué en muchas cosas. Fue absurdo, por ejemplo, querer dedicarme a
la música, pues no tengo talento alguno para composición. Hoy lo sé, pero esta
evidencia me costó tres años de estudios inútiles y me valió también ganarme la
fama de inútil. Además, en aquel empeño consumí toda la herencia. Pero de eso
hace mucho tiempo.
No recuerdo la sucesión exacta de todos mis
planes; son demasiados. Y los lapsos de tiempo que necesitaba para darme cuenta
de su inviabilidad se fueron haciendo más cortos. Llegó un momento en que un
plan me duraba tres días. La duración de mis planes disminuyó tan rápidamente
que acabaron por convertirse en fugaces ideas que ni siquiera podría exponer a
nadie porque yo mismo no las tenía claras. ¡Cuando pienso que me dediqué tres meses
seguidos a la fisonomística y que después, en el curso de una sola tarde,
decidí sucesivamente hacerme pintor, jardinero, mecánico y marinero, y me dormí
con la seguridad de hacer nacido para maestro, y a la mañana siguiente me
desperté con la firme convicción de que mi auténtica vocación era la de ser
funcionario de aduanas...!
En resumen, yo no poseía la relativa constancia
del tío Otto, ni tampoco su simpatía. Ni siquiera soy un buen conversador. Me
quedo sentado entre la gente sin decir nada hasta conseguir que se aburran
conmigo, y hago mis intentos de sacarles dinero de una forma abrupta, en medio
de un silencio, que suenan como extorsiones. Sólo con los niños me desenvuelvo
bien; por lo menos esta cualidad positiva he heredado del tío Otto. Los bebés
inquietos se callan en cuanto los tomo en brazos, y al mirarme los que saben ya
sonreír me sonríen, aunque se dice que mi cara asusta a la gente. Personas mal
intencionadas me han aconsejado que, en mi calidad de primer representante
masculino, funde el ramo profesional de los jardinero de infancia y ponga fin
con la realización de este plan a la larga serie de planes frustrados. Pero no
lo he hecho. Creo que lo malo que tenemos nosotros es la incapacidad de
convertir en oro nuestras auténticas capacidades, o, como se dice ahora, de
explotarlas comercialmente.
Una cosa está clara: si es cierto que soy una
oveja negra —de lo cual yo mismo estoy en absoluto convencido—; soy de una
clase diferente a aquella que pertenecía el tío Otto. Yo no poseo ni su locuacidad
ni su encanto, y, por otro lado, a mí las deudas me intranquilizan, mientras
que a él era evidente que le preocupaban poco. Rogué a mis familiares que me
ayudasen, que hiciesen valer sus influencias para asegurarme, por lo menos una
vez, una remuneración fija a cambio de un trabajo determinado. Y lo hicieron.
Después de que hube formulado la petición, cuando les hube suplicado y
apremiado de palabra y por escrito, tomaron en serio mis buenas intenciones y
me buscaron empleo, ante lo cual me quedé consternado. E hice algo que hasta
entonces no había hecho ninguna oveja negra: no me eché atrás, no rechacé la
oferta. Acepté la colaboración que me habían encontrado. Sacrifiqué algo que
nunca debí haber sacrificado: mi libertad.
Cada noche, cuando volvía cansado a casa,
pensaba con irritación que había transcurrido otro día de mi vida que no me
había aportado otra cosa que cansancio, rabia y tanto dinero como me era
necesario para seguir trabajando. No sé cómo pueden llamar trabajo a ese tipo
de actividades: clasificar facturas por orden alfabético, perforarlas y
colocarlas en un clasificador nuevo, donde aguardarán pacientemente su destino
de no ser nunca pagadas; o escribir cartas de propaganda, que viajan sin
resultado alguno por la comarca y constituyen sólo una carga suplementaria para
el cartero; y a veces también hacer facturas que algún días serán pagadas en
metálico. Tenía que hacer gestiones con viajantes que se esforzaban en vano por
colocar en alguna tienda los trastos que hacía fabricar nuestro jefe. Este, un
infatigable pedazo de bruto que no hace nada y nunca tiene tiempo, un charlatán
que pierde una tras otra las horas de su absurda existencia, que no se atreve a
recordar la magnitud de sus deudas, que va de trampa en trampa y de bluff en
bluff, un malabarista que juega con globos, que comienza a inflar uno cuando el
otro acaba de estallar, dejando sólo un lastimero trocito de goma que hace un
momento tenía vida y turgencia.
Nuestra oficina es contigua a la fábrica, en la
cual una docena de obreros fabrican ese tipo de muebles cuya única función
consiste en ser motivo de molestias y enfados durante toda una vida, a no ser
que el propietario se decida, a los tres días, a utilizarlos como leña: mesitas
de costura, minúsculas cómodas, sillitas artísticamente pintadas que se rompían
al sentarse en ellas un niño de tres años, pequeños zócalos para jarrones o
macetas, y otros trastos de todo tipo, que parecían deber la existencia al arte
de un carpintero cuando en realidad sólo poseían una aparente debido a la mano
de un mal pintor, que les ha dado una capa de pintura que después se hace pasar
por laca, engañosa apariencia destinada a justificar los precios.
Así, pasé días y días de mi vida —casi dos
semanas, en total— en la oficina de aquel estúpido que no sólo se tomaba en
serio a sí mismo sino que se tenía por un artista, pues en alguna ocasión —una
sola vez mientras estaba yo trabajando allí— se le veía sentarse al tablero de
dibujo, tomar papel y lápices y diseñar algún inestable objeto, un macetero o
un mueble bar, otros tantos motivos de irritación para varias generaciones.
Mi jefe no parecía darse cuenta de la absoluta
inutilidad de sus creaciones. Cuando había diseñado uno de aquellos objetos —lo
cual, como ya he dicho, sucedió una sola vez estando yo allí—, tarea que solía
llevarle un cuarto de hora, cogía el coche y se marchaba ocho días de
vacaciones, como lo haría un artista agotado por su labor creadora. El diseño
pasaba entonces a manos del maestro carpintero, que lo colocaba en su banco, lo
estudiaba frunciendo el ceño y examinaba después las existencias de madera para
comenzar la producción en serie. Entonces veía yo durante días, a través de las
polvorientas ventanas del taller —que el jefe denominaba “fábrica”—, las nuevas
creaciones: estantes o mesitas para la radio que valían apenas la cola que se
gastaba en ellas.
Los únicos muebles útiles que se fabricaban allí
eran los que hacían los trabajadores a escondidas del jefe, banquillos para
apoyar los pies, joyeros, en los que, respectivamente, cabalgarán y guardarán
sus chucherías los bisnietos de los actuales propietarios; y prácticos
tendedores de ropa en los que se revolotearán las camisas de varias
generaciones. Así se fabricaban allí, clandestinamente, los objetos amables y
útiles.
La personalidad que me llamó realmente la
atención durante aquel paréntesis de actividad laboral fue el revisor del
tranvía, el hombre que sellaba cada uno de mis días con su pinza. Cogía mi
abono semanal, una sencilla tarjetita de papel, la introducía en las fauces
abiertas de su pinza y una tinta que fluía invisiblemente anulaba dos
centímetros de su superficie, es decir, un día de mi vida, un precioso día de
mi vida que sólo me había aportado cansancio, rabia y una pequeña cantidad de
dinero, suficiente para seguir comiendo y seguir realizando aquella actividad
absurda. Aquel hombre que cada noche declaraba nulos miles de días humanos,
parecía investido de la fuerza del destino.
Aún hoy me reprocho a mí mismo el no haberme
despedido de aquella empresa antes de verme, por así decirlo, obligado a ello,
el no haber enviado a paseo a mi jefe antes de verme prácticamente obligado a
hacerlo. Un día vino a verme a la oficina, acompañado de mi patrona, un hombre
de expresión apesadumbrada que se presentó a sí mismo como administrador de
lotería y que me anunció que era propietario de una cantidad de cincuenta mil
marcos, caso de ser yo efectivamente el señor tal y tal y caso de encontrarme
en posesión de un determinado billete. Yo era efectivamente el señor tal y tal
y estaba en posesión del billete. Abandoné inmediatamente el trabajo, sin
despedirme, y dejando una serie de facturas sin perforar y seleccionar. No me
quedó más que volver a casa, cobrar el dinero y comunicar a la familia la nueva
situación.
Todo el mundo se imaginó entonces que moriría
pronto o que sería víctima de un accidente, pero, por el momento, ningún auto
parece haber sido elegido por el destino para arrebatarme la vida, y mi corazón
está en perfecto estado, aunque tampoco yo soy abstemio. Así pues, una vez
pagadas mis deudas, he quedado en posesión de una fortuna de casi treinta mil
marcos libres de impuestos, y soy el tío rico, el más solicitado de toda la
familia. Ni qué decir tiene que se me permite otra vez ver a mi ahijado. Todos
mis pequeños parientes en general me quieren mucho, y ahora puedo jugar con
ellos, comprarles pelotas, llevarles a tomar enormes helados de nata,
regalarles gigantescos racimos de globos y llenar de una alegre clientela los
columpios mecánicos y los tiovivos.
Mi hermana ha comprado a su hijo, un billete de
lotería. Yo, por mi parte, me dedico a pensar largamente quién será mi sucesor
en la próxima generación, cuál de estos hermosos, sanos y juguetones niños que
mis hermanos y hermanas han traído al mundo será la próxima oveja negra. Porque
nosotros somos una familia con carácter, y seguiremos siéndolo. ¿Cuál de estos
niños será una persona seria hasta el momento en que deje de serlo? ¿Cuál
decidirá súbitamente dedicarse a otras actividades, cuál concebirá un día
planes infalibles? Me gustaría saberlo para poder aconsejarle, pues, también
nosotros, las ovejas negras, tenemos nuestra experiencia, también nuestra
profesión tiene reglas de juego, que yo podría enseñarle a mi sucesor, ese que
de momento aún es desconocido y se esconde en el rebaño como el lobo vestido
con la piel de una oveja.
Pero tengo el oscuro presentimiento de que no
viviré lo suficiente como para conocerle e iniciarle en los misterios de
nuestra profesión. Saldrá a la luz cuando yo muera, cuando llegue el momento
mismo de tomar el relevo. Entonces se presentará a sus padres con las mejillas
encendidas y les hará saber que está harto. Sólo espero que para entonces quede
aún algo de mi dinero, pues he modificado mi testamento y he dejado lo que
reste de mi fortuna al primero que muestre las inequívocas señales de ser el
llamado a sucederme.
Lo que importa es que no les deje deudas.
(1951)