lunes, 12 de septiembre de 2022

 



 
Los invitados a la boda

Novia:

Nada más que rostros muertos

y detrás

nada más que profesiones muertas

tiempo muerto y morir muerto

prados muertos, campos muertos

granjas muertas, vacas muertas

cerdos muertos, arroyos muertos

y en los arroyos

peces muertos

oraciones muertas, mujeres muertas

ciudades muertas, inviernos muertos

y detrás

saberes muertos y lamentos muertos

otoño muerto y primavera muerta

la locura muerta de mi alma muerta…

Novio:

Qué muertos son ésos sin mar,

qué preguntas, qué respuestas,

qué gentes…

Qué niños son ésos sin primavera,

qué discursos son ésos sin contenido,

qué situaciones sin salida son ésas, dime

qué perros desesperados son ésos…

Qué copos de nieve son ésos sin ojos,

qué tradiciones son .ésas,

qué palabras son ésas que no consuelan,

qué frío es ése…

Qué mañanas son ésas sin cielo,

qué hombres son ésos sin mujeres,

qué mujeres son ésas sin hombres,

qué vacas son ésas sin leche,

qué iglesias son ésas sin sacerdotes…

Qué sueños son ésos sin muertos,

qué inviernos son ésos sin blanco,

qué tumbas son ésas, qué son…

qué gritos son ésos sin llantos…

A las tres de la mañana te despiertas…

enganchar de caballos,

rodar de toneles,

barren los restos del

piano destrozado…

Gruñidos de cerdo…

sueño, sueño, sueño,

reírse, toser, vomitar, reírse,

una frase que ya has oído

o leído en un libro… Cierran la puerta del

sótano,

dos caballos, siete u ocho personas,

las voces de la otra orilla…

Zell… Calibán, el posadero… Carcajadas…

Poco sitio, gritos, galopes …

pronto estará el trineo sobre el lago

helado,

pronto será sólo un trazo sobre el lago,

pronto será sólo un trazo negro en la

noche blanca…

 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Las ovejas negras. HEINRICH BÖLL

 


Es evidente que he sido designado para cuidar de que la cadena de ovejas negras de mi familia no quede interrumpida en mi generación. Uno u otro tenía que ser, y he sido yo. En un principio, nadie lo habría dicho, pero el caso es que he sido yo. Las personas sensatas de nuestra familia aseguran que el tío Otto ejerció sobre mí una mala influencia. El Tío Otto fue la oveja negra de la generación pasada, y padrino mío. Alguien tenía que ser, y fue él. Naturalmente fue elegido para apadrinarme antes de que se pusieran de manifiesto sus malas indicaciones. También a mí me eligieron para apadrinar a un niño de la familia, al cual, desde que se me considera a mí la oveja negra, mantienen cuidadosamente a distancia. En realidad, deberían estarnos agradecidos, pues una familia sin ovejas negras es una familia sin carácter.

Mi amistad con el tío Otto comenzó pronto. Venía a vernos a menudo, y nos traía siempre más dulces de los que mi padre juzgaba convenientes. Hablaba y hablaba, y al final de sus parlamentos venía invariablemente un intento de sablazo.

El tío Otto tenía una gran cultura. No había materia en la que no estuviese versado: sociología, literatura, música, arquitectura. Sabía de todo. Hasta a las personas especializadas les agradaba conversar con él, y todos le encontraban inteligente, interesante y extremadamente simpático, hasta el momento en que la sorpresa del sablazo les desencantaba. Esto era lo más terrible: que no se limitaba a explotar a los miembros de la familia, sino que colocaba sus pérfidas trampas dondequiera que le parecía que podían dar resultado.

Todo el mundo era de la opinión de que el Tío Otto habría podido “convertir en dinero” —según la expresión habitual en la generación pasada— sus múltiples conocimientos. Pero no lo hacía. Prefería convertir en dinero los nervios de sus parientes.

Siempre constituyó un misterio la forma en que conseguía dar la impresión de que aquella vez no lo haría. Pero lo hacía. Invariablemente. Implacablemente. Creo que no podía resignarse a renunciar a ninguna oportunidad. Sus peroratas eran convincentes llenas de auténtico entusiasmo, coherentes, ingeniosas, brillantes, aniquiladoras para su antagonista, conmovedoras para sus amigos... Podía tratar de cualquier tema. Tenía amplias nociones de puericultura, aunque no tenía hijos; envolvía a las mujeres en apasionantes conversaciones sobre regímenes a observar en las diversas enfermedades infantiles: aconsejaba medicinas, anotaba recetas de ungüentos y polvos... Sabía incluso cómo tener a los bebés en brazos, y todo niño llorón se calmaba inmediatamente al pasar a su cuidado. Tenía como un don mágico. Lo mismo analizaba la Novena Sinfonía de Beethoven que redactaba textos jurídicos o citaba de memoria el número del artículo de una ley.

Pero, fuese cual fuese la conversación habida y el lugar donde se hubiese desarrollado ésta, llegaba inevitablemente el momento de la despedida, y, ya en el rellano, estando la puerta casi cerrada, mi tío asomaba su pálido rostro, en el que destacaban los vivaces ojos negros, y decía, como si tratase de algo intrascendente, ante el temor de la expectante familia, dirigiéndose a la cabeza de la misma:

—Por cierto, ¿podrías prestarme...?

Las sumas que pedía oscilaban entre uno y cincuenta marcos. Cincuenta constituían el máximo; a través de los años había quedado establecido, por una ley no escrita, que no debía pedir más. Y añadía a continuación:

—A corto plazo...

“A corto plazo” era su expresión favorita. Después entraba de nuevo a la casa, dejaba otra vez el sombrero en la percha, se quitaba la bufanda y se ponía a explicar para qué necesitaba el dinero. Siempre tenía planes, planes infalibles. Nunca necesitaba el dinero para vivir, sino para alguna inversión que habría de proporcionar una base sólida a su existencia. Fueron objeto de sus planes desde un puesto de refrescos, del cual aseguraba que le reportaría ingresos elevados y regulares, hasta la fundación de un partido político que salvaría a Europa de la decadencia.

La frase “Por cierto, ¿podrías...?”, se convirtió en un conjunto maléfico para nuestra familia. Había incluso esposas, tías, abuelas y hasta sobrinas que al oír la expresión “A corto plazo” estaban a punto de desmayarse.

Una vez conseguido su propósito, el tío Otto —a quien me imagino bajando las escaleras a toda velocidad, plenamente feliz— se dirigía a la taberna más cercana con la intención de meditar sobre sus planes. Allí los consideraba detenidamente, con la ayuda de una copa de aguardiente o de tres botellas de vino, según la magnitud de la suma obtenida.

No callaré por más tiempo el hecho que el tío Otto bebía.

Bebía, si bien nadie lo vio nunca borracho. Además, era bien sabido que sentía la necesidad de beber solo. Ofrecerle alcohol con el fin de esquivar el sablazo era perfectamente inútil. Ni un barril entero de vino le habría disuadido de asomar la cabeza por la puerta en el momento de las despedidas, en el último minuto, y preguntar:

—Por cierto, ¿podría prestarme...? A corto plazo...

Pero no he mencionado aún lo peor de sus mañas: el devolver, de vez en cuando, el dinero prestado. Al parecer, mi tío ganaba a veces algún dinero; creo que en su calidad de antiguo pasante de abogado hacía algunos trabajos de asesoría. En tales ocasiones, se presentaba en casa de su acreedor, se sacaba un billete del bolsillo, lo alisaba con gesto amoroso y dolorido y exclamaba:

—¡Aquí están los cinco marcos que tan amablemente me prestaste!

Después de los cual se apresuraba a despedirse, para regresar, lo más tarde al cabo de dos días, y pedir prestada una cantidad que sobrepasaba un poco lo que había restituido. Constituyó siempre un misterio el hecho de que alcanzase casi la edad de sesenta años sin tener, como se suele decir, oficio ni beneficio. Y no murió de ninguna enfermedad que hubiese podido contraer a causa de la bebida. Tenía una salud de hierro; su corazón funcionaba maravillosamente, y su sueño no tenía nada que envidiar al de un recién nacido que acaba de saciar su apetito y se duerme beatíficamente hasta la hora de la próxima comida. Fue un accidente el que puso fin a sus días, y lo ocurrido después de su muerte constituyó el misterio más grande de cuantos a él se refirieron.

Como he dicho, el tío Otto murió de accidente. Le atropelló un camión con tres remolques, en medio de la ciudad, y fue una suerte que le recogiese un hombre honrado, que dio parte a la policía y advirtió a la familia. En sus bolsillos se encontró un portamonedas que contenía una medalla con la imagen de la Virgen, una tarjeta postal y veinticuatro mil marcos en metálico, junto con el duplicado de un recibo que había entregado a un administrador de lotería.

No debía de hacer más de un minuto, seguramente menos, que estaba en posesión del dinero, pues el camión le atropelló a cincuenta escasos metros de la administración de lotería. Lo que vino a continuación resultó un tanto vergonzoso para la familia. La habitación que tenía alquilada el tío delataba su pobreza. Había en ella únicamente una mesa, una silla, una cama y un armario, unos cuantos libros y una voluminosa agenda, en la cual figuraba una detallada lista de todos sus acreedores, cerrada por la constancia de un sablazo efectuado la noche anterior, que le había reportado cuatro marcos. Se encontró, además, un breve testamento en el que me nombraba heredero de sus bienes.

En su calidad de albacea, mi padre se encargó de pagar las sumas que se adeudaban. Las listas de acreedores del Tío Otto llenaban, sin exageración, un cuaderno entero, y las primeras entradas se remontaban a la época en que abandonó su trabajo de pasante y comenzó a concebir otros planes, cuya meditación le había costado tanto tiempo y tanto dinero. En total, sus deudas ascendían a casi quince mil marcos, y el número de sus acreedores a más de setecientos, desde un cobrador de tranvía que le había prestado treinta céntimos para un billete, hasta mi padre, a quien debía, en total dos mil marcos, pues era a él a quien el tío Otto recurría con más confianza.

Por una curiosa coincidencia, llegué a la mayoría de edad el mismo día del entierro del tío Otto. Con ello tenía derecho de entrar en posesión de la herencia. Abandoné inmediatamente los estudios que acababa de iniciar y comencé a forjar nuevos planes. A pesar de las lágrimas de mis padres, me marché de casa para trasladarme a la habitación que había ocupado el tío, en la que siempre me había sentido a gusto. Vivo aún allí, ahora que mis cabellos hace ya tiempo que han comenzado a clarear. El mobiliario de la habitación no ha aumentado ni disminuido. Hoy me doy cuenta de que me equivoqué en muchas cosas. Fue absurdo, por ejemplo, querer dedicarme a la música, pues no tengo talento alguno para composición. Hoy lo sé, pero esta evidencia me costó tres años de estudios inútiles y me valió también ganarme la fama de inútil. Además, en aquel empeño consumí toda la herencia. Pero de eso hace mucho tiempo.

No recuerdo la sucesión exacta de todos mis planes; son demasiados. Y los lapsos de tiempo que necesitaba para darme cuenta de su inviabilidad se fueron haciendo más cortos. Llegó un momento en que un plan me duraba tres días. La duración de mis planes disminuyó tan rápidamente que acabaron por convertirse en fugaces ideas que ni siquiera podría exponer a nadie porque yo mismo no las tenía claras. ¡Cuando pienso que me dediqué tres meses seguidos a la fisonomística y que después, en el curso de una sola tarde, decidí sucesivamente hacerme pintor, jardinero, mecánico y marinero, y me dormí con la seguridad de hacer nacido para maestro, y a la mañana siguiente me desperté con la firme convicción de que mi auténtica vocación era la de ser funcionario de aduanas...!

En resumen, yo no poseía la relativa constancia del tío Otto, ni tampoco su simpatía. Ni siquiera soy un buen conversador. Me quedo sentado entre la gente sin decir nada hasta conseguir que se aburran conmigo, y hago mis intentos de sacarles dinero de una forma abrupta, en medio de un silencio, que suenan como extorsiones. Sólo con los niños me desenvuelvo bien; por lo menos esta cualidad positiva he heredado del tío Otto. Los bebés inquietos se callan en cuanto los tomo en brazos, y al mirarme los que saben ya sonreír me sonríen, aunque se dice que mi cara asusta a la gente. Personas mal intencionadas me han aconsejado que, en mi calidad de primer representante masculino, funde el ramo profesional de los jardinero de infancia y ponga fin con la realización de este plan a la larga serie de planes frustrados. Pero no lo he hecho. Creo que lo malo que tenemos nosotros es la incapacidad de convertir en oro nuestras auténticas capacidades, o, como se dice ahora, de explotarlas comercialmente.

Una cosa está clara: si es cierto que soy una oveja negra —de lo cual yo mismo estoy en absoluto convencido—; soy de una clase diferente a aquella que pertenecía el tío Otto. Yo no poseo ni su locuacidad ni su encanto, y, por otro lado, a mí las deudas me intranquilizan, mientras que a él era evidente que le preocupaban poco. Rogué a mis familiares que me ayudasen, que hiciesen valer sus influencias para asegurarme, por lo menos una vez, una remuneración fija a cambio de un trabajo determinado. Y lo hicieron. Después de que hube formulado la petición, cuando les hube suplicado y apremiado de palabra y por escrito, tomaron en serio mis buenas intenciones y me buscaron empleo, ante lo cual me quedé consternado. E hice algo que hasta entonces no había hecho ninguna oveja negra: no me eché atrás, no rechacé la oferta. Acepté la colaboración que me habían encontrado. Sacrifiqué algo que nunca debí haber sacrificado: mi libertad.

Cada noche, cuando volvía cansado a casa, pensaba con irritación que había transcurrido otro día de mi vida que no me había aportado otra cosa que cansancio, rabia y tanto dinero como me era necesario para seguir trabajando. No sé cómo pueden llamar trabajo a ese tipo de actividades: clasificar facturas por orden alfabético, perforarlas y colocarlas en un clasificador nuevo, donde aguardarán pacientemente su destino de no ser nunca pagadas; o escribir cartas de propaganda, que viajan sin resultado alguno por la comarca y constituyen sólo una carga suplementaria para el cartero; y a veces también hacer facturas que algún días serán pagadas en metálico. Tenía que hacer gestiones con viajantes que se esforzaban en vano por colocar en alguna tienda los trastos que hacía fabricar nuestro jefe. Este, un infatigable pedazo de bruto que no hace nada y nunca tiene tiempo, un charlatán que pierde una tras otra las horas de su absurda existencia, que no se atreve a recordar la magnitud de sus deudas, que va de trampa en trampa y de bluff en bluff, un malabarista que juega con globos, que comienza a inflar uno cuando el otro acaba de estallar, dejando sólo un lastimero trocito de goma que hace un momento tenía vida y turgencia.

Nuestra oficina es contigua a la fábrica, en la cual una docena de obreros fabrican ese tipo de muebles cuya única función consiste en ser motivo de molestias y enfados durante toda una vida, a no ser que el propietario se decida, a los tres días, a utilizarlos como leña: mesitas de costura, minúsculas cómodas, sillitas artísticamente pintadas que se rompían al sentarse en ellas un niño de tres años, pequeños zócalos para jarrones o macetas, y otros trastos de todo tipo, que parecían deber la existencia al arte de un carpintero cuando en realidad sólo poseían una aparente debido a la mano de un mal pintor, que les ha dado una capa de pintura que después se hace pasar por laca, engañosa apariencia destinada a justificar los precios.

Así, pasé días y días de mi vida —casi dos semanas, en total— en la oficina de aquel estúpido que no sólo se tomaba en serio a sí mismo sino que se tenía por un artista, pues en alguna ocasión —una sola vez mientras estaba yo trabajando allí— se le veía sentarse al tablero de dibujo, tomar papel y lápices y diseñar algún inestable objeto, un macetero o un mueble bar, otros tantos motivos de irritación para varias generaciones.

Mi jefe no parecía darse cuenta de la absoluta inutilidad de sus creaciones. Cuando había diseñado uno de aquellos objetos —lo cual, como ya he dicho, sucedió una sola vez estando yo allí—, tarea que solía llevarle un cuarto de hora, cogía el coche y se marchaba ocho días de vacaciones, como lo haría un artista agotado por su labor creadora. El diseño pasaba entonces a manos del maestro carpintero, que lo colocaba en su banco, lo estudiaba frunciendo el ceño y examinaba después las existencias de madera para comenzar la producción en serie. Entonces veía yo durante días, a través de las polvorientas ventanas del taller —que el jefe denominaba “fábrica”—, las nuevas creaciones: estantes o mesitas para la radio que valían apenas la cola que se gastaba en ellas.

Los únicos muebles útiles que se fabricaban allí eran los que hacían los trabajadores a escondidas del jefe, banquillos para apoyar los pies, joyeros, en los que, respectivamente, cabalgarán y guardarán sus chucherías los bisnietos de los actuales propietarios; y prácticos tendedores de ropa en los que se revolotearán las camisas de varias generaciones. Así se fabricaban allí, clandestinamente, los objetos amables y útiles.

La personalidad que me llamó realmente la atención durante aquel paréntesis de actividad laboral fue el revisor del tranvía, el hombre que sellaba cada uno de mis días con su pinza. Cogía mi abono semanal, una sencilla tarjetita de papel, la introducía en las fauces abiertas de su pinza y una tinta que fluía invisiblemente anulaba dos centímetros de su superficie, es decir, un día de mi vida, un precioso día de mi vida que sólo me había aportado cansancio, rabia y una pequeña cantidad de dinero, suficiente para seguir comiendo y seguir realizando aquella actividad absurda. Aquel hombre que cada noche declaraba nulos miles de días humanos, parecía investido de la fuerza del destino.

Aún hoy me reprocho a mí mismo el no haberme despedido de aquella empresa antes de verme, por así decirlo, obligado a ello, el no haber enviado a paseo a mi jefe antes de verme prácticamente obligado a hacerlo. Un día vino a verme a la oficina, acompañado de mi patrona, un hombre de expresión apesadumbrada que se presentó a sí mismo como administrador de lotería y que me anunció que era propietario de una cantidad de cincuenta mil marcos, caso de ser yo efectivamente el señor tal y tal y caso de encontrarme en posesión de un determinado billete. Yo era efectivamente el señor tal y tal y estaba en posesión del billete. Abandoné inmediatamente el trabajo, sin despedirme, y dejando una serie de facturas sin perforar y seleccionar. No me quedó más que volver a casa, cobrar el dinero y comunicar a la familia la nueva situación.

Todo el mundo se imaginó entonces que moriría pronto o que sería víctima de un accidente, pero, por el momento, ningún auto parece haber sido elegido por el destino para arrebatarme la vida, y mi corazón está en perfecto estado, aunque tampoco yo soy abstemio. Así pues, una vez pagadas mis deudas, he quedado en posesión de una fortuna de casi treinta mil marcos libres de impuestos, y soy el tío rico, el más solicitado de toda la familia. Ni qué decir tiene que se me permite otra vez ver a mi ahijado. Todos mis pequeños parientes en general me quieren mucho, y ahora puedo jugar con ellos, comprarles pelotas, llevarles a tomar enormes helados de nata, regalarles gigantescos racimos de globos y llenar de una alegre clientela los columpios mecánicos y los tiovivos.

Mi hermana ha comprado a su hijo, un billete de lotería. Yo, por mi parte, me dedico a pensar largamente quién será mi sucesor en la próxima generación, cuál de estos hermosos, sanos y juguetones niños que mis hermanos y hermanas han traído al mundo será la próxima oveja negra. Porque nosotros somos una familia con carácter, y seguiremos siéndolo. ¿Cuál de estos niños será una persona seria hasta el momento en que deje de serlo? ¿Cuál decidirá súbitamente dedicarse a otras actividades, cuál concebirá un día planes infalibles? Me gustaría saberlo para poder aconsejarle, pues, también nosotros, las ovejas negras, tenemos nuestra experiencia, también nuestra profesión tiene reglas de juego, que yo podría enseñarle a mi sucesor, ese que de momento aún es desconocido y se esconde en el rebaño como el lobo vestido con la piel de una oveja.

Pero tengo el oscuro presentimiento de que no viviré lo suficiente como para conocerle e iniciarle en los misterios de nuestra profesión. Saldrá a la luz cuando yo muera, cuando llegue el momento mismo de tomar el relevo. Entonces se presentará a sus padres con las mejillas encendidas y les hará saber que está harto. Sólo espero que para entonces quede aún algo de mi dinero, pues he modificado mi testamento y he dejado lo que reste de mi fortuna al primero que muestre las inequívocas señales de ser el llamado a sucederme.

Lo que importa es que no les deje deudas.

(1951)

martes, 24 de mayo de 2022

 

Un mundo feliz: la benéfica tiranía de la utopía


 

 “Lo verdaderamente inquietante, con todo, no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal.” Martin Heidegger

 

A mediados del siglo pasado, cuando en Occidente reinaba una pueril confianza en que los avances tecnológicos mejorarían nuestra vida, una generación de escritores, también amantes de la ciencia, pudo plantear a través de la literatura el trasfondo de un problema que todavía persiste: ¿y si estos avances, en lugar de darnos libertad y bienestar, nos transforman en una sociedad deshumanizada?

Aldous Huxley escribió Un mundo feliz, publicada en Londres en 1932, una novela distópica que nos muestra un mundo enajenado por los avances científicos y tecnológicos y que, por eso mismo, anticiparía el carácter del capitalismo global cuando éste apenas comenzaba a esbozarse. Para ello, Huxley imaginó un mundo donde todas las relaciones sociales se basan en el consumo constante y en el que el pensamiento crítico, el arte y la familia eran erradicados por tratarse de fuentes inevitables de dolor y sufrimiento. En Un mundo feliz la educación se tecnifica bajo la forma de un método inductivo a través del sueño, mientras que los individuos se entregan libremente a un sistema de placeres y trabajos predeterminados por su casta social. De esta forma, la novela muestra una sociedad que tiene por objetivo la estabilidad de sus miembros en una constante producción acrítica, para lo cual, por un lado, crea una droga llamada Soma, un ansiolítico consumido para sentirse felices y despreocupados en todo momento, mientras que por otro, el Estado promueve un liberalismo sexual donde “todos son de todos” y las relaciones son consumadas sin celos ni remordimientos, una suerte de poliamor donde se puede gozar sin riesgo. Bajo este supuesto estado de libertad, entretenimiento, satisfacción y confort, las personas se convierten en instrumentos al servicio del engranaje social y técnico: “La rueda debe girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que la vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento”.

Ahora bien, ¿qué hay de todo esto en la sociedad actual? ¿En qué punto vivimos con vistas a “un mundo feliz”? El propio Huxley, en un prólogo escrito quince años después de la publicación de su novela, afirma que un libro acerca del futuro puede interesarnos si sus profecías parecen destinadas a realizarse. Por lo tanto, si invertimos la carga de la prueba, podemos decir que si un libro acerca del futuro todavía tiene vigencia es porque logró representar la actualidad de sus lectores, es decir, el futuro del escritor. En tal caso, la idea de un mundo feliz sigue perturbándonos. ¿Quién, entre nosotros, no ha pensado en la posibilidad de dejar de luchar contra los problemas ontológicos del capitalismo global y entregarse dulcemente a la marea de consumo, confort y felicidad? ¿No es acaso la utopía capitalista idéntica a lo que planteaba Huxley? En lo personal, creo que no dudaría entre una inconciencia feliz y exitosa o una abrumadora conciencia de la realidad. El problema es que no existe tal disyuntiva.


 

La felicidad como imperativo

 

Para el filósofo contemporáneo Byung-Chun Han, vivimos en una sociedad con un miedo generalizado al sufrimiento. La “psicología positiva”, por lo tanto, se ocupa del bienestar erradicando los pensamientos negativos y sometiendo el dolor a una lógica del rendir. De esta manera, dice Han, se va formando un imperativo de felicidad que funciona como una fórmula de dominación más efectiva que la antigua obediencia al deber, de modo que la explotación del individuo al servicio de la producción se realiza como una “autorrealización” del imperativo inconsciente de felicidad, mientras que el dolor no es más que “un mal carente de sentido que hay que combatir con analgésicos”, alejándose así de cualquier interpretación simbólica del mismo. El problema, señala el filósofo, es que todo vínculo afectivo implica dolor, por lo que, al evadirnos de este, también resignamos la posibilidad de entablar relaciones. Siguiendo la lógica anterior, esto se establece de forma que el sujeto lo acepte como su propia libertad. Así, el otro se vuelve un objeto de consumo, lo cual deriva en un liberalismo sexual parecido al retratado por Huxley. En definitiva, vivimos en una exigencia constante de productividad y consumo que va creando un agotamiento silencioso y una sensación de frustración permanente. Como la de Un mundo feliz, nuestra sociedad, hedonista e insensible, se vuelve imposible de procesar a fuerza de un exceso de información.

Sin embargo, el problema no es tan simple y no se puede reducir a una cuestión de voluntad. Quien no acepta el “progreso” queda relegado de un sistema de recompensas materiales y sociales. Así, por ejemplo, parecería que quien no este inmerso en la lógica de las redes sociales hoy no puede llevar adelante una actividad comercial, artística o una vida sexual con un mínimo de éxito. Por el contrario, quien entiende y acepta lo que éstas proponen, entregando su vida a la lógica de lo inmediato, lo superficial y condescendiente, no solo es recompensado económicamente por las plataformas y sus derivados publicitarios, sino que ocupa un lugar de aparente prestigio social que incluso alcanza altas posiciones en la esfera política, artística y científica. De esta manera, el avance técnico, con su lógica de lo calculable, va tomando cada vez más espacio, enajenando cada vez más a la sociedad y reduciendo al individuo a un mero instrumento. Las preguntas, sin embargo, persisten. ¿Es realmente deseable estar por fuera de ese avance técnico? ¿Es posible? ¿Quién no desea el éxito, aunque sea solo por una cuestión de bienestar material? ¿Es el mundo feliz de Huxley una distopía o, por el contrario, es una utopía a la cual aspirar?  ¿Hay realmente en el objeto de esa fantasía aspiracional un lugar de privilegio?

Lejos de gozar de su libertad, las personas que están en posiciones de poder parecen estar más sujetas a los designios de la maquinación técnica.  En palabras de Heidegger, están alejados de un “pensamiento meditativo” y, por lo tanto, de la esencia del hombre, “que es un ser que reflexiona”. Es lo que comprobamos a cada instante al ver cómo un determinado posicionamiento en el mundo a través de las redes sociales, por ejemplo, implica aceptar sus reglas y producir contenido constantemente, atendiendo demandas de consumidores y evitando cualquier tipo de “negatividad” que pueda ir en desmedro de la visibilidad y éxito de su imagen como producto. Así, nos volvemos esclavos de esa tecnología que, en teoría, estaba destinada a servirnos para nuestro confort y felicidad. En este sentido, muchas de las paradojas que plantea la ciencia ficción distópica del siglo pasado parecen tener hoy más fuerza que nunca: ¿es el avance de la tecnología un progreso inevitable en desmedro de la esencia humana? ¿Hay tal cosa como una esencia humana que la técnica puede dañar? ¿No será que tal esencia humana es la técnica?


 

El buen salvaje

 

El problema sigue siendo el mismo, pero parece necesitarse una solución con mayor urgencia. La sociedad en la que vivimos está altamente tecnificada y huir de eso resulta no solo absurdo, sino imposible. No podemos prescindir de la tecnología y los avances científicos, pero tampoco deseamos esa prescindencia. De hecho, basta con tener un fuerte dolor de muelas para dar por la borda cualquier intento de volver el tiempo del salvajismo. Aun así, la dirección en la que el mundo parece avanzar nos está hundiendo en una crisis ambiental, económica y ontológica difícil de negar. Heidegger, ante este problema, propone un concepto para pensar una posible salida: Gelassenheit (“serenidad”), una suerte de conciencia, quizás teñida de cierto romanticismo, con la que cada individuo pueda servirse de los objetos técnicos pero manteniéndose libre de la dependencia que ellos generan. “Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no» en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia”. Por otro lado, dice el filósofo alemán, junto con la serenidad debe estar “la apertura al misterio”, es decir, la actitud de apertura al sentido oculto del mundo técnico. Estas dos facultades nos permiten residir en el mundo de un modo muy distinto. Serenidad y apertura al misterio “no a-caecen (Zu-fälliges) fortuitamente”, advierte Heidegger, sino que son frutos de un trabajo de pensamiento que requiere tiempo y tranquilidad. El problema, podríamos agregar como pensadores del tercer mundo, es que tiempo y tranquilidad no son bienes que abunden, más si tenemos en cuenta que la mayoría de las veces van sujetos al dinero. En consecuencia, el problema del cálculo se impone y las soluciones individuales parecen sumergirnos todavía más en la frustración. Es difícil entender que el problema preexistente es ontológico cuando lo que nos apremia diariamente es lo material. Sin embargo, en este aspecto, Huxley parece tener algo que decirnos.

El salvaje John, un joven abandonado en una reserva, restituido al “mundo feliz” para ser estudiado, es el único que puede preguntarse por el dolor, el arte y el amor. Sus compañeros, en cambio, si bien pueden sentir una constante y apremiante frustración, no pueden formular sus sentimientos, o bien se dejan arrastrar por el éxito y las posibilidades que la propia sociedad les ofrece. Al no poder adaptarse, y perturbado por una relación amorosa juzgada como indecente, John decide retirarse para llevar la vida de un ermitaño. Sin embargo, pronto es descubierto por un periodista. La sociedad, que está acostumbrada a sublimar el dolor por medio del soma, el entretenimiento y el placer, encuentra en el salvaje que se autoflagela un espectáculo excitante y deciden acosarlo hasta que John, resignado, se suicida. Así, el libro deja entrever la imposibilidad de elección: por un lado, está la insania y del otro la locura. Lo cual parece, y es, una resignación completa sobre el “progreso” humano.

Años después de la publicación de su novela, Huxley dijo que agregaría una nueva alternativa a su mundo futurista: una comunidad de desterrados con una economía descentralizada y una política kropotkiana, en la que la ciencia y la tecnología estarían al servicio del hombre y no sería este quien debiera esclavizarse a ella. Una salida colectiva, anarquista y utópica, digna como horizonte para no abandonarse a la fantasía derrotista que predice una caída indefinida hacia el apocalipsis. Frente a esta mirada, sólo quedaría sentarse y esperar la destrucción. La alternativa, en cambio, parece estar del lado de la reflexión desinteresada y la cooperación, así como la primacía de la estética. Por supuesto, el camino es sinuoso y parece, efectivamente, empeorar cada día, pero añorar un pasado donde el buen salvaje era feliz y vivía en armonía con la naturaleza no conduce a ningún pensamiento concreto sobre nuestra realidad. No se trata de rendirse ni excluirse, pero si no podemos dejar de ser consumidores, entonces podríamos consumir con algún tipo de conciencia. De esta manera, tal vez encontremos un refugio para el buen arte. Y, en ese hecho estético, parte de la esencia humana que hace casi un siglo estamos buscando. 

 

                                                                                                                        Julián Ferreira

miércoles, 30 de marzo de 2022

 


Fausto, el drama del buen burgués

                                                                                                “La felicidad no es un imperativo de la razón, sino de la imaginación”

Immanuel Kant

 

A diferencia de muchos autores clásicos, Johann Wolfgang Von Goethe (1749-1832) fue un escritor reconocido y venerado por su tiempo, desde su juventud hasta sus últimos días en la ciudad de Weimar. Un autor extraordinariamente prolífero que incluso llego a escribir un diario personal con gran parte de los sucesos de su vida. Hijo de un abogado y de una madre acomodada, el niño Goethe creció y se educó con todas las comodidades de la nueva clase Burguesa. El estallido de la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Industrial en Inglaterra, iban a dar el marco necesario para que esas comodidades económicas y sociales se transformasen también en una forma de vida, una ideología e, incluso, una corriente literaria. Tomas Mann, uno de los últimos grandes escritores influenciados por Goethe, elogia al autor del Fausto por su “esplendido narcisismo, una satisfacción con el propio yo demasiado seria y demasiado preocupada hasta el final por la perfección, la iluminación, el destilado de su don personal como para aplicarle una palabra tan mezquina como *vanidad*”.

Ahora bien, ¿pueden aplicarse las características de Goethe a su literatura? ¿Qué podemos decir hoy, doscientos años después de la primera publicación de una obra como Fausto? Se dice que es un drama universal, creado en la antesala del romanticismo pero que ya lo contiene y lo abarca. Un libro que se opone al empirismo, una alabanza al ideal, al mundo platónico. Un poema que expresa la forma literaria del Idealismo alemán.                                    Concebida a la luz de la tragedia griega anticipa la novela moderna: a Joyce, Kafka, Tomas Mann. Sin embargo, la obra canónica de la literatura alemana, escrita a principio del siglo XIX, desafía todas las etiquetas que podamos ponerle. Es un caos estético y simbólico, escrito con exagerada meticulosidad y un terrible desinterés por el lector, y, al mismo tiempo, una obra clásica que retrata un cambio en la sociedad occidental. Una historia que nos presenta la aparición del hombre moderno. El Fausto de Goethe, un profesor obsesionado con su ego, que no teme enfrentarse al diablo y que busca como único objetivo la felicidad es, a todas luces, un señor Burgués.

El libro está dividido en dos grandes partes escritas y publicadas en diferentes momentos de la vida de Goethe y, por ende, con diferentes influencias artísticas.                           La primera, concebida durante el periodo prerromántico, fue publicada en 1808. En aquel momento el autor formaba parte, junto a otros poetas y artistas, de una corriente literaria llamada Sturm und drang (tempestad y tormenta). Este movimiento juvenil se levantaba contra el iluminismo y profesaba la libertad y la primacía de los sentimientos por sobre la razón. El “genio” surge como figura en este momento y es clave para entender el periodo romántico. El artista se eleva a la altura de los dioses, tal como sucede con el propio Fausto.

Esta primera parte contine las dos grandes escenas que dan sentido a la historia: la apuesta entre Dios y el diablo acerca de quién se queda con el alma de Fausto; y la que va a determinar la acción, el pacto entre Fausto y Mefistófeles (el diablo). A diferencia de lo que se imagina comúnmente, es Fausto el que ofrece una apuesta a Mefistófeles diciéndole que, si le concede un solo instante de belleza, haciendo que “se agrade a sí mismo”, entonces se entregara a él para la eternidad. Este, a su vez, pide que el pacto se firme con una gota de su sangre. La vida de Fausto, hasta entonces un hombre desencantado que no encuentra en el conocimiento ninguna fuente de felicidad verdadera, va a dar un giro al enamorarse con locura de Margarita. Comienza así una historia romántica, donde el amor aparece como la única salvación al tedio y la melancolía. Mefistófeles, interesado en que se concrete la unión, va a fraguar una serie de engaños y manipulaciones que Fausto, a regañadientes, va a ir aceptando con tal de poder dormir con la mujer que ama “al abrigo en el calor de su pecho”. Finalmente, este buen hombre, preso de su pasión consigue darle una pócima a la madre de Margarita (quien muere a causa de esta), para logar la intimidad y tener relaciones con ella (dejándola embarazada) y luego, en un hecho confuso, va a asesinar a su hermano, quien busca defender el honor de su familia. Margarita, turbada y enloquecida, comete un infanticidio (algo que por lo visto era usual en la época) y termina presa y enferma. Fausto, en un último arrebato de amor, intenta rescatarla, pero ella decide quedarse y finalmente muere en los brazos de este. Como consecuencia de esta tragedia, en principio, Fausto no consigue ser feliz y por ende Mefistófeles tampoco consigue su objetivo.

La segunda parte del libro es completamente diferente. Goethe, alejado ya del romanticismo de su juventud, y luego de un viaje a Italia, va a mirar con admiración el mundo griego. El Fausto relegado y olvidado va a resurgir, en parte, gracias a su amigo Friedrich Schiller, compañero de la época del Sturm und drang, quien lo ayudo a continuar con la obra. Junto a él Goethe va a crear El Clasicismo de Weimar. De esta manera, el Fausto II se va a llenar de personajes Clásicos y alusiones al mundo griego, barriendo con todas las etiquetas literarias que el lector encuentra leyendo la primera parte.

Así, se nos presenta un Fausto que ya superó la pena de no poseer a Margarita. En cambio, un nuevo amor va a remplazar su pasión y, en cierta forma, guiara su búsqueda caótica a través del Olimpo y el Infierno. La acción y el argumento de esta segunda mitad son irreductibles a una línea clara. En este sentido, el caos de personajes, paisajes y lógicas temporales es total. El autor trabaja cuidadosamente la forma a partir del verso y la alegoría como recurso retorico. El individuo Fausto, ya ascendido al mundo de los dioses, intenta encontrar a Helena de Troya, su nuevo gran amor. El simbolismo es casi obsceno. Fausto le dice: “Si te agrada ya el modo de hablar de nuestros pueblos seguro que también te fascinará su canto. Éste sacia profundamente el alma y los oídos.” Helena cae rendida ante el encanto del alemán y burgués Fausto y, por ende, del pueblo que heredó el conocimiento griego según gran parte de su tradición filosófica. Pero el microcosmos espacial de los Dioses no es igual que el vulgar mundo terrenal de la primera parte; no hay coito y Fausto queda a la vera de su preciado instante de felicidad a causa del estallido de una guerra. Es Mefistófeles, una vez más, quien soluciona todos sus problemas transformándose, en su afán de maldad, en el ángel protector de nuestro héroe quien, en su último instante de vida, encuentra el verdadero camino a la felicidad: “vivir en una tierra libre con un pueblo libre”. Esa idea, dice Fausto, es la culminación de la sabiduría.  Así el proyecto del protagonista no es otro que el ideal del mundo liberal. Y su ansia filantrópica parece no tener mayor trasfondo que la búsqueda idealizada de la felicidad. Fausto es, como el hombre moderno, un egoísta con buenas intenciones. Acaso ¿No es el bien personal el valor supremo de la sociedad en la que vivimos? ¿no es el afán “por estar bien con uno mismo” lo que nos mueve, incluso a ayudar al prójimo?

De esta manera el Fausto de Goethe se transforma en una encarnizada representación de nuestra sociedad. Un hombre melancólico con un afán desmedido de poder, con intención de crear nuevos mundos, de ganar tierras al mar. Un personaje que, en principio, no puede compararse con el viejo Goethe, pero que representa de alguna forma sus tentaciones y deseos perdidos. Aquello que la generación romántica no estaba dispuesta a sacrificar y por lo cual, gran parte de ellos, terminaron locos o suicidas, Goethe lo sublima a través de su personaje. Así crea su alter ego pero que, en esencia, conserva ese afán individual y esa terrible estima por sí mismo, dos grandes características del hombre que estaba surgiendo entonces y que todavía perduran.  Incluso llega aún más lejos al representar la contradicción del hombre moderno en la última y famosa frase del libro: “Lo eterno-femenino nos permite avanzar”. Así, luego de idealizar (o sea, degradar en el mundo real) a las mujeres de su historia parece querer enaltecer su condición femenina; cuando, en última instancia, lo único que puede salvar al mundo, parece decirnos la novela, es un buen burgués. Sin embargo, hay que reconocer que con esa frase barrio la última etiqueta literaria que podía aplicársele: el Fausto de Goethe, uno de los libros más importante de la literatura universal, ni siquiera pertenece al clasicismo. Capaz, la imposibilidad de clasificarla sea una de las razones por la cual todavía sigue vigente.  

 

                                                                                    Julián Ferreira