jueves, 23 de septiembre de 2021

Un buen poema ( Seleccionado y publicado por PAMA)



Imaginemos un desierto. Una planicie basta y árida con un cielo inmenso.  Yo estuve ahí, y camine esos caminos que se bifurcan y no llevan a ningún lado. Imaginemos un hombre, camisa a cuadros color mostaza, sombrero de ala, la piel curtida por el sol, jeans y botas negras. Ese hombre tiene colgado de los hombros un artefacto de acero inoxidable. Como una escoba pero que en la base tiene un redondel plano que orbita a pocos centímetros del suelo. Lo balancea de lado a lado, el cuello tubular refleja el sol con un brillo que le ilumina la cara por unos segundos, luego desaparece por la sombra que genera su propio cuerpo. 

El instrumento hace un ruido entrecortado y metálico, que se incrementa hasta transformarse en un pitido único y nervioso. El hombre se detiene, deja el artefacto a un lado y empieza a cavar con una pala de mano que llevaba segundos antes colgando de su cintura. En un momento choca contra algo duro, una caja de metal. El hombre se sienta a un costado, la abre, saca de su interior una foto vieja que observa unos segundos. Luego un collar, unas monedas, un carta escrita a mano. Al fondo de esa caja encuentra un pequeño espejo con marco de madera, devorado por el tiempo y la humedad. Ve su rostro reflejado entre manchas negras, sonríe. El  hombre contempla todo aquello, con un gesto que nada tiene de desprecio, lo deja a un costado, se levanta, limpia sus manos y con una de ellas, la derecha, haciendo visera por encima de sus ojos, ve el desierto inmenso, silencioso, y el cielo azul, aplastante, sobre él. Toma su instrumento y vuelve a caminar.

Aquel hombre sabe lo difícil que es encontrar algo de valor, de la misma forma que yo sé lo difícil que es encontrar un buen poema. De la misma forma que aquel hombre imaginario, cuando lo encuentro, una suerte de entusiasmo sentimental se apodera de mí. Lo llamaría felicidad, pero es un término difuso. Éxtasis, bienestar, admiración parecen ideas más cercanas. La sensación de que el mundo es un poco mejor. Todos eso me llevan a impulsos poco razonables y sin darme cuenta estoy compartiendo por todos los medios aquel poema. Entonces, lo que obtengo de respuesta, lo imagino de antemano, es la reafirmación de mi propia definición, cuando en verdad lo que yo espero es que la gente se arrodille y agradezca al autor o se ponga a llorar, o piense que ya nada tiene sentido más que releer ese poema hasta cansarse. Pero eso no sucede. Entonces, me siento en el escritorio, un poco triste, miro la pila de libros desordenados sobre la mesa, la biblioteca de mi familia, y pienso lo difícil que va a ser encontrar algo parecido a ese paisaje de palabras y versos. Luego tomo un mate, abro algún libro, vuelvo a empezar, y la certeza de que voy a encontrarlo brilla en mis ojos como un metal precioso.    

martes, 21 de septiembre de 2021

Mario Levrero y el laberinto inconsciente del lenguaje


 



Que la “literatura del yo” es, en mayor o menor medida, un proceso narcisista donde el escritor construye a partir de las fronteras permeables entre lo real y la ficción lo que quiere revelar de su propia vida, a esta altura, parece difícil de discutir. Sin embargo, pensar que no hay obras extraordinarias dentro de este subgénero es desconocer autores que han hecho de la introspección una literatura de alto vuelo. Mario Levrero, nacido en 1940 en Uruguay, es uno los escritores que conforman este grupo selecto.

El discurso vacío, de hecho, es un mapa minucioso del oscuro laberinto neurótico del propio escritor, donde el narrador utiliza su interioridad como medio (y no como fin) para alcanzar algo inefable e huidizo que, en última instancia, será el germen de sus escritos maduros. Esta novela, construida en forma de diario, es por lo tanto un viaje por la vida y la mente de un escritor en sus tediosos días en la ciudad uruguaya de Colonia.

Encontramos en el prólogo estos versos: “Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. / Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro. / Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego se va por años / y años / Aquello que yo también olvido. / Aquello / próximo al amor, que no es exactamente amor; / que podría confundirse con la libertad, / con la verdad / con la absoluta identidad del ser / y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras, pensado en conceptos / no puede ser siquiera recordado como es…”.  En un registro poco usual, Levrero nos presenta así una clave de lectura: su novela va a girar en torno a las carencias del Yo. Para lograrlo, va a dividir su prosa en dos grandes partes, “Ejercicios” y “El discurso vacío”.

“Ejercicios” es una serie de textos con el objetivo de mejorar la caligrafía y, a través de ella, moldear la personalidad, las obsesiones y las repetidas depresiones del escritor. Por otro lado, la imposibilidad de vaciar de contenido la escritura para dedicarse por entero a la forma lo lleva a establecer otro tipo de texto, donde la prioridad es el estilo y el ritmo de la prosa. Así, el lector se encuentra con una descripción minuciosa de la rutina del protagonista, donde la vida familiar, el vínculo con su mujer, con su espacio y sus devaneos cotidianos van mostrando el fluir de una búsqueda profunda. A medida que el libro avanza, sin embargo, la crisis personal provocada por esa indagación se hace más palpable, por lo que los vínculos y las relaciones empiezan a remitir a recuerdos, sueños eróticos, incluso a cierto tedio. Es a través de este “discurso vacío” que Levrero nos conduce por su propio laberinto neurótico, es decir, por esa telaraña de trastornos mentales que se manifiestan en conductas, reiteraciones y estados anímicos de manera tal que la estructura del lenguaje esconde en su devenir inconsciente el camino a sus deseos y placeres: “Hay un fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas cosas”.

De esta manera, Levrero no sólo no le escapa a lo que en verdad es la “literatura del yo”, sino que se sumerge definitivamente en ella: “Mi contemplación casi erótica de las ruinas es una contemplación narcisista” escribe y afirma “esas ruinas soy yo”. En este punto, El discurso vacío puede relacionarse con Marcel Proust, no sólo uno de los pioneros de la “literatura del yo”, sino un estilista que, aunque de manera opuesta a la de Levrero, también relega la forma al contenido, creando una densidad retórica casi alarmante a partir de sí mismo. El intento del escritor uruguayo por atrapar lo inapresable nos transporta al hilo conductor de la gran obra de Proust. Al igual que el escritor francés, Levrero se sumerge en las profundidades del Yo inconsciente. “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar)”. Es evidente el papel fundamental de la memoria en ambas obras, con la diferencia que, en los cien años que separan a los autores el psicoanálisis se instalo como una teoría que describe estos procesos inconscientes, que el francés anticipa y que el uruguayo, en cambio, conoce, describe y transita.  

Juntando pedazos de recuerdos y sus “propias ruinas”, Levrero va recuperando, en ese laberinto inconsciente, partes de sí, “momentos luminosos”, que por más que se narren con devoción, a veces son incomprensibles, no solo para quien lee sino también para quien trata de describirlos. Al final esa sensación de plenitud, “de absoluta identidad del ser” es incomunicable. Sin embargo, en las últimas hojas de la novela, cierto optimismo embriaga al narrador cuando ve reflejado en unos ladrillos de cerámica barnizada los últimos rayos del sol, y en ese momento comprende que aun está vivo, “en el verdadero sentido de la palabra”. Hay un fluir, una medida justa, un dejarse llevar para ser el protagonista de las propias acciones, nos dice el autor. De esta manera, la literatura de Levrero ayuda a comprender nuestro propio laberinto neurótico al mostrar que la introspección puede regalarnos un momento de autorreconocimiento, aunque se nos presente como un instante estético. Es cuestión de asumir la carencia y estar atentos a esa pasajera sensación de plenitud, y por qué no, de belleza. Como dice Proust en su ensayo Sobre la lectura: “Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar”