Que
la “literatura del yo” es, en mayor o menor medida, un proceso narcisista donde
el escritor construye a partir de las fronteras permeables entre lo real y la
ficción lo que quiere revelar de su propia vida, a esta altura, parece difícil
de discutir. Sin embargo, pensar que no hay obras extraordinarias dentro de
este subgénero es desconocer autores que han hecho de la introspección una
literatura de alto vuelo. Mario Levrero, nacido en 1940 en Uruguay, es uno los
escritores que conforman este grupo selecto.
El discurso vacío,
de hecho, es un mapa minucioso del oscuro laberinto neurótico del propio
escritor, donde el narrador utiliza su interioridad como medio (y no como fin)
para alcanzar algo inefable e huidizo que, en última instancia, será el germen
de sus escritos maduros. Esta novela, construida en forma de diario, es por lo
tanto un viaje por la vida y la mente de un escritor en sus tediosos días en la
ciudad uruguaya de Colonia.
Encontramos
en el prólogo estos versos: “Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
/ Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no
encuentro. / Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego se va
por años / y años / Aquello que yo también olvido. / Aquello / próximo al amor,
que no es exactamente amor; / que podría confundirse con la libertad, / con la
verdad / con la absoluta identidad del ser / y que no puede, sin embargo, ser
contenido en palabras, pensado en conceptos / no puede ser siquiera recordado
como es…”. En un registro poco usual, Levrero
nos presenta así una clave de lectura: su novela va a girar en torno a las
carencias del Yo. Para lograrlo, va a dividir su prosa en dos grandes partes,
“Ejercicios” y “El discurso vacío”.
“Ejercicios”
es una serie de textos con el objetivo de mejorar la caligrafía y, a través de
ella, moldear la personalidad, las obsesiones y las repetidas depresiones del
escritor. Por otro lado, la imposibilidad de vaciar de contenido la escritura
para dedicarse por entero a la forma lo lleva a establecer otro tipo de texto,
donde la prioridad es el estilo y el ritmo de la prosa. Así, el lector se
encuentra con una descripción minuciosa de la rutina del protagonista, donde la
vida familiar, el vínculo con su mujer, con su espacio y sus devaneos cotidianos
van mostrando el fluir de una búsqueda profunda. A medida que el libro avanza,
sin embargo, la crisis personal provocada por esa indagación se hace más
palpable, por lo que los vínculos y las relaciones empiezan a remitir a
recuerdos, sueños eróticos, incluso a cierto tedio. Es a través de este
“discurso vacío” que Levrero nos conduce por su propio laberinto neurótico, es
decir, por esa telaraña de trastornos mentales que se manifiestan en conductas,
reiteraciones y estados anímicos de manera tal que la estructura del lenguaje
esconde en su devenir inconsciente el camino a sus deseos y placeres: “Hay un
fluir, un ritmo, una forma aparentemente vacía; el discurso podría tratar
cualquier tema, cualquier imagen, cualquier pensamiento. Esa indiferencia es
sospechosa; presiento que tras la apariencia de vacío hay muchas, demasiadas
cosas”.
De
esta manera, Levrero no sólo no le escapa a lo que en verdad es la “literatura
del yo”, sino que se sumerge definitivamente en ella: “Mi contemplación casi
erótica de las ruinas es una contemplación narcisista” escribe y afirma “esas
ruinas soy yo”. En este punto, El discurso vacío puede relacionarse con
Marcel Proust, no sólo uno de los pioneros de la “literatura del yo”, sino un
estilista que, aunque de manera opuesta a la de Levrero, también relega la
forma al contenido, creando una densidad retórica casi alarmante a partir de sí
mismo. El intento del escritor uruguayo por atrapar lo inapresable nos
transporta al hilo conductor de la gran obra de Proust. Al igual que el
escritor francés, Levrero se sumerge en las profundidades del Yo inconsciente.
“Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir.
Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra
(=despertar)”. Es evidente el papel fundamental de la memoria en ambas obras,
con la diferencia que, en los cien años que separan a los autores el
psicoanálisis se instalo como una teoría que describe estos procesos
inconscientes, que el francés anticipa y que el uruguayo, en cambio, conoce,
describe y transita.
Juntando
pedazos de recuerdos y sus “propias ruinas”, Levrero va recuperando, en ese
laberinto inconsciente, partes de sí, “momentos luminosos”, que por más que se
narren con devoción, a veces son incomprensibles, no solo para quien lee sino
también para quien trata de describirlos. Al final esa sensación de plenitud, “de
absoluta identidad del ser” es incomunicable. Sin embargo, en las últimas hojas
de la novela, cierto optimismo embriaga al narrador cuando ve reflejado en unos
ladrillos de cerámica barnizada los últimos rayos del sol, y en ese momento
comprende que aun está vivo, “en el verdadero sentido de la palabra”. Hay un
fluir, una medida justa, un dejarse llevar para ser el protagonista de las
propias acciones, nos dice el autor. De esta manera, la literatura de Levrero
ayuda a comprender nuestro propio laberinto neurótico al mostrar que la
introspección puede regalarnos un momento de autorreconocimiento, aunque se nos
presente como un instante estético. Es cuestión de asumir la carencia y estar
atentos a esa pasajera sensación de plenitud, y por qué no, de belleza. Como
dice Proust en su ensayo Sobre la lectura:
“Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina,
y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por
nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos
más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su
arte le ha permitido alcanzar”