Imaginemos un desierto. Una planicie
basta y árida con un cielo inmenso. Yo
estuve ahí, y camine esos caminos que se bifurcan y no llevan a ningún lado.
Imaginemos un hombre, camisa a cuadros color mostaza, sombrero de ala, la piel
curtida por el sol, jeans y botas negras. Ese hombre tiene colgado de los
hombros un artefacto de acero inoxidable. Como una escoba pero que en la base
tiene un redondel plano que orbita a pocos centímetros del suelo. Lo balancea
de lado a lado, el cuello tubular refleja el sol con un brillo que le ilumina
la cara por unos segundos, luego desaparece por la sombra que genera su propio
cuerpo.
El instrumento hace un ruido entrecortado
y metálico, que se incrementa hasta transformarse en un pitido único y
nervioso. El hombre se detiene, deja el artefacto a un lado y empieza a cavar
con una pala de mano que llevaba segundos antes colgando de su cintura. En un
momento choca contra algo duro, una caja de metal. El hombre se sienta a un
costado, la abre, saca de su interior una foto vieja que observa unos segundos.
Luego un collar, unas monedas, un carta escrita a mano. Al fondo de esa caja
encuentra un pequeño espejo con marco de madera, devorado por el tiempo y la
humedad. Ve su rostro reflejado entre manchas negras, sonríe. El hombre contempla todo aquello, con un gesto
que nada tiene de desprecio, lo deja a un costado, se levanta, limpia sus manos
y con una de ellas, la derecha, haciendo visera por encima de sus ojos, ve el
desierto inmenso, silencioso, y el cielo azul, aplastante, sobre él. Toma su
instrumento y vuelve a caminar.
Aquel hombre sabe lo difícil que es
encontrar algo de valor, de la misma forma que yo sé lo difícil que es
encontrar un buen poema. De la misma forma que aquel hombre imaginario, cuando
lo encuentro, una suerte de entusiasmo sentimental se apodera de mí. Lo
llamaría felicidad, pero es un término difuso. Éxtasis, bienestar, admiración
parecen ideas más cercanas. La sensación de que el mundo es un poco mejor.
Todos eso me llevan a impulsos poco razonables y sin darme cuenta estoy
compartiendo por todos los medios aquel poema. Entonces, lo que obtengo de respuesta,
lo imagino de antemano, es la reafirmación de mi propia definición, cuando en
verdad lo que yo espero es que la gente se arrodille y agradezca al autor o se
ponga a llorar, o piense que ya nada tiene sentido más que releer ese poema
hasta cansarse. Pero eso no sucede. Entonces, me siento en el escritorio, un
poco triste, miro la pila de libros desordenados sobre la mesa, la biblioteca de
mi familia, y pienso lo difícil que va a ser encontrar algo parecido a ese
paisaje de palabras y versos. Luego tomo un mate, abro algún libro, vuelvo a
empezar, y la certeza de que voy a encontrarlo brilla en mis ojos como un metal
precioso.
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